6.5.08

Ricardo (segunda parte y nunca final)...


11.- Cuando recién se asomaba a la vida, por a imposición de mi padre, mi hermana Ximena se había casado con un chofer de micros y se fue a vivir al campamento Primero de Mayo, al final de El Salto. Era una ciudadela hecha con tablas y cartones que se levantó en los últimos campos que habían en la ciudad y su límite norte, después de una toma. Dos años antes habíamos llegado cargando nuestros poco bártulos en un camión de transportes de la Compañía de Cervecerías Unidas, poco después del triunfo de la Unidad Popular. Nuestra casa era compartida con otra familia a quienes podíamos escuchar sin ninguna dificultad del otro lado de las delgadas paredes. Al fondo, un pozo séptico resolvía las necesidades de despachar nuestros desechos. A esa altura me escapaba con mayor frecuencia de la situación que se vivía en casa. Me resultaba la mejor excusa la distancia que había entre ésta, al fondo de la comuna de Conchalí, y Quinta Normal, donde estaba mi liceo. Vecinos nuestros en Los Cardenales, eran unas familias mucho más pobres que nosotros, lo que ya es mucho. Su casa y la nuestra se separaba por un cerco innecesario de alambres de púas. Entre los niños que pululaban en esa rancha, había uno que pasaba el día entre la calle y el patio, cuyos límites no eran claros, siguiendo a rastras las numerosas filas de hormigas. Esa calle quedaba donde terminaba el límite urbano de la comuna de Conchalí. Más allá, sólo había chacras y campos con establos y sembradíos. Las tomas de terreno tuvieron en esos tiempos de la Unidad Popular, un aumento explosivo. En poco tiempo vivíamos rodeados de campamentos y la calle, otrora tranquila y casi rural, se transformó en un ir y venir de gentes de todas las layas. Una vez tuve que rescatar a mi hermano Leonardo de un tiroteo cruzado justo enfrente de la casa. Mis hermanos iban a los colegios de la Comuna y después de clases salían a hacer colas para resolver el pan del día. Por entonces los paros patronales y el sabotaje al gobierno de Salvador Allende, hacía estragos en las familias más pobres y nosotros, con los escasos dineros de mi padre, asegurábamos el pan en las colas que había en la calle principal del barrio, distribuyéndose mis hermanos en las que pudieran. El mejor colero que nunca hubo en casa y quizás en el barrio era mi hermano Carlos. Con no más de ocho años, se colaba en la parte de adelante de la larguísima cola, cerca del mesón y pedía que le vendieran. La gente, naturalmente, se ponía alegar y exigía que el patudo enano se pusiera donde correspondía, varias cuadras más atrás. Carlos en ese momento estallaba en llanto lo que enternecían hasta los más duros y al dependiente de la panadería que de inmediato le despachaba las marraquetas que el niño pedía. Cuando fue allanado por los militares golpistas el Campamento en el cual vivía mi hermana con su primer hijo de apenas unos días, mi madre desesperada por no saber de su hija y nieto no encontraba como pasar por el férreo cerco de milicos que podían estar uno o varios días chuequeando a los hombres y mujeres en busca de contrarios al régimen. Mi hermano Carlos nos resolvió la situación. Mostrando sus dotes de conspirador nato, llevó a cabo a la perfección las instrucciones que le di para que infiltrara el cerco militar, llegara a casa de mi hermana, recibiera toda la información que ella le diera y luego volviera por entra las botas y los fusiles. En dos horas cumplió cabalmente su misión.

12.- Mi madre había inventado, pocos años después del Golpe, el negocio que salvaría el presupuesto familiar y nos permitiría una cierta solvencia. A lo largo de su vida, mi madre fue diestra en inventar pequeños negocios para reemplazar el dinero que al padre no le alcanzaba. Vendió sierra ahumada en algunas industrias textiles de la comuna de Macul, hizo pan amasado que vendió en las puertas de mi liceo, hizo empanadas que mis hermanos vendían en las canchas del barrio en Quinta Normal. Pero el mejor negocio vino de un modo impensado. Uno de esos tíos que teníamos y que no eran familiares nuestros sino amigos de mis padres, le dio el dato preciso. Por la cantidad de presos políticos que estaban pasando por las dependencia de el Anexo Cárcel de Capuchinos, había una situación que lo complicaba todo: las mujeres no podían ingresar al recinto con pantalones y no se podía entrar ni con chequeras, ni llaves, ni ningún documento legal u objeto extraño. Era entonces necesario un servicio de custodia. Mi madre se instaló sin más preámbulo, ni infraestructura, en un costado del penal autorizado por la dirección de éste. En adelante y por muchos años, mi madre fue la mujer que cuidó documentos, prestó o más bien arrendó faldas y organizó un servicio de encargos para los internos, que tuvo como personal a varios de mis hermanos que se turnaban para ir de compras con largas listas. Mi madre se hizo amiga de cuanto familiar de preso político en tránsito de expulsión o extrañamiento pasó por Capuchinos. Un día, mucho tiempo después de habernos cambiado de Los Cardenales, a la casa de madera de la Costanera, apareció mi madre con dos holandeses enviados por la solidaridad internacional, que apenas cabían por la estrecha puerta. No tienen donde quedarse, dijo por toda explicación y los alojó por dos semanas. Apadrinó a cuanto viajero iba por su preso. No era extraño llegar a casa y ver a tres o cuatro mujeres cocinando o viendo televisión en el pequeño aparato Antú que años antes nos había regalado el tío Chalo, o a extraños durmiendo en nuestras camas, mientras nosotros debíamos hacerlo en el piso. Como éramos todos hombres los que quedábamos en casa, mi hermana menor ya había sido obligada por mi padre a casarse con el que es su marido, era un placer ver llegar a mi madre con alguna extranjera o con una nacional que no tenía donde quedarse a la espera de la expulsión de su familiar. Con más de alguna fuimos especialmente cariñosos. Por años, esa pequeña casa fue el albergue de los familiares en tránsito hacia el exilio. Mientras tanto, mis hermanos profesionalizaban su labor de mensajeros y compradores en el Anexo Cárcel de Capuchinos. Los millonarios que pasaban una temporada tras las rejas, tenían gustos exquisitos y era tal el volumen de compras, que mis hermanos hacían en las casas comerciales del barrio San Pablo y en el mercado Central, que eran considerado muy buenos clientes. Muchas veces clonaban los pedidos de manera que si alguien encargaba un kilo de pescado, ellos compraban dos: uno para el reo y otro para la casa. Diversificaron a tal extremo los servicios que prestaba dentro del penal, mi madre seguía en la custodia, y llegaron a ganarse de tal modo la confianza de los internos, que una vez uno de ellos pidió hablar en privado con mi hermano Leonardo. Tengo para rato aquí adentro, comenzó explicándole el preso. Dejé allá afuera una bonita casa y una esposa joven y bella y la verdad es que tengo mis sospechas, concluyó. Mi hermano memorizó los datos entregados por el marido celoso y guardó la foto de una estupenda rubia que sonreía. El relato que mi hermano le hizo de la rutina de la rubia no entregó mayores antecedentes que pudieran probar una infidelidad. La noticia alegró al reo y a mi familia por el jugoso pago que hizo de buena gana. La verdad sea dicha, mi hermano nunca vigiló a la rubia, pero eso no lo iba a informar a un hombre que desde adentro no iba a poder hacer nada en caso de tener una mujer infiel. Un poco más aventajado y diverso en el negocio se entrar y salir del Anexo Cárcel, fue mi hermano Carlos. Simplemente traficó cuanto objeto o sustancia ilícita le era solicitada por los internos, hasta que lo descubrieron y, en consideración a los servicios prestado durante tanto tiempo, le dijeron que simplemente no volviera más. Cuando lo echaron por no mandarlo preso, un ex interno que le debía favores monumentales, se lo llevó a trabajar en un famoso restaurante de su propiedad en pleno centro de Santiago. El hombre tenía un hermano gemelo con asuntos pendientes con la ley y se escondía en un departamento cercano al restaurante. Mi hermano, que oficiaba de copero, es decir, la más baja categoría laboral en un establecimiento de ese tipo, debía llevarle día a día la colación al hermano fugitivo. Estos servicios y los brindados durante su prisión hicieron que el empresario y mi hermano tuvieran una relación más allá de empelado y patrón. No era raro verlos almorzar juntos conversando como viejos amigos y riéndose a mandíbula batiente. Nadie del restaurante entendía como el acaudalado y conocido empresario podía no sólo almorzar con el copero si no además, ser tan amigos.

13.- La casa de la Costanera 2943 era también pequeña y de madera carcomida por las termitas. El nombre de la calle inducía a equívocos. El año 1980 fui a parar al hospital por un paratifus en plena época de exámenes en la universidad. Mis compañeros hicieron lo posible por conseguir mi dirección para ponerme al tanto de las pruebas y sus contenidos. Les fue imposible encontrar mi casa. Buscaron infructuosamente en la Costanera, a la altura de Pedro de Valdivia Norte en Providencia, sin sospechar que mi Costanera quedaba a la altura del peligroso puente Lo Espinoza, en la antípoda de la ciudad. Aquí fue donde la madre traía a sus compañeros que buscaban refugio. Fue esta una de las razones por qué nuestra casa comenzó a ser vigilada. También porque todos ya estábamos metidos seriamente en la conspiración y eso podía ser observado por los vecinos y el que quisiera: desaparecíamos por semanas, llegaban personajes extraños, andábamos con el ceño fruncido y ropa de una semana. La madre ponía lo suyo con sus amigos en tránsito y por sus opiniones en la feria o el almacén. En esa casa también, como ya era costumbre, compartíamos con otra familia. Muy adentro de la dictadura, ya con casi todos los hermanos conspirando, era muy extraño que en la parte de atrás del pequeño sitio, viviera nada más y nada menos que un carabinero. La cómico eran dos situaciones. La primera cuando en la madrugada lo venía a buscar o a dejar en una patrullera. Las luces rojas de las balizas policiales nos hacían saltar de la cama sin saber si era una allanamiento o el vecino que llegaba o salía. La otra situación era cuando mis hermanos fabricaban explosivos y llegaba el policía. Siempre supimos que él sabía, pero nos dábamos cuanta que nunca diría nada. Es más, trataba de no mirar las prácticas alquimistas de los avezados ingenieros. Desde esa casa debieron marchar al servicio Militar mis hermanos Leonardo y Rodrigo, con el temor que la milicia fuera una trampa para los hijos de una familia que sin duda era conocida por los servicios de inteligencia. Una miércoles a medio día venía llegando a casa, cuando salió a mi encuentro una vecina con el temor reflejado en el rostro a advertirme que había un hombre preguntando por mí. Cuando el desconocido la abordó, la señora María pudo darse cuenta que estaba armado y portaba una radio. Me puso nerviosamente al tanto de la situación cuando ya el tipo se acercaba directamente a interceptar mi paso. Buenas tardes, me dijo, conoce usted a Ricardo Candia, preguntó. No, le dije sin pestañear, esa familia se fue hace muchos años de aquí. El tipo me observó por unos segundos sin saber qué hacer. Obviamente me reconoció, pero mi respuesta lo descolocó. Bien, dijo como toda respuesta, y volvió sobre sus pasos. A la vuelta lo esperaba un Opala blanco con los vidrios polarizados. Cuando mi hermano Rodrigo volvió del Servicio Militar, lo encontré en la esquina de la casa cuando los vecinos organizaban una barricada, con el bus gris oscuro de la policía observándolo todo. Nos abrazamos con Rodrigo después de dos años de no vernos. En ese momento comenzó el ataque policial a la posición de los pobladores. Corrimos hacia la casa seguidos por una tupida balacera y bombas de gas. No alcancé a llegar a casa. Caí víctima de mi mal estado físico y de un gas particularmente paralizante, a dos metros de la puerta, casi asfixiado apretando una carpeta en donde llevaba un set de materiales de lo que sería el Festival Mundial de la Juventud que se realizaría en Moscú. Al caer, los papeles volaron como blancas palomas en la oscuridad de esa calle de tierra. Desde el suelo, respirando apenas, pude ver como un piquete de policías en traje de combate, se acercaba con un trote pausado y un rumor de botas chocando en la gravilla. Ningún reflejo era posible ver en el atuendo opaco de los policías. Lo único que brilló por un segundo, fue la honda profesional que uno de ellos preparó y disparó a mis costillas expuesta desde mi posición fetal, que protegía mi cabeza. Sentí el primer impacto a la altura de una costilla flotante del lado derecho. El segundo, un poco mas abajo del corazón. Casi perdí la respiración. No sentí los palos que me dieron, pero mi preocupación era mi incapacidad para respirar con normalidad y los papeles del Festival Mundial los que podía ver diseminados a tres metros de mi posición. Quise incorporarme para rescatarlos y entrar a mi casa, pero tenía el cuerpo dormido. Me arrastré hacia el antejardín de la vecina, tanto para esconderme como para usar su reja como apoyo e incorporarme, moviéndome lentamente para optimizar el poco oxígeno que los gases y los golpes me permitían meter a los pulmones. Como pude, por la asfixia y el dolor, comencé a ponerme en pie. Cuando asomé mi cabeza por sobre las matas del jardín pude ver al policía de la vanguardia de otro piquete, del cual no escuché el ruido de sus botas, y que venía repasando lo que el anterior había hecho minutos antes. Ahí hay uno, dijo el enmascarado policía que iba adelante. Fue una golpiza idéntica a la anterior, balines y palos incluidos. Cuando pude arrastrarme a la puerta de la casa, mis hermanos me tomaron y metieron a la carrera, revisándome el tórax buscando el origen de la asfixia. Cuando se dieron cuenta que lo mío era sólo una espectacular golpiza, respiraron mas aliviados y finalmente pudimos recuperar los documentos del Festival Mundial. Al otro día fui a ver al médico de la Vicaría de la Solidaridad que me recetó aspirinas y cama por dos semanas, durante las cuales no me pude siquiera reír. La casa de la Costanera se puso cada vez más peligrosa para nosotros. Un vecino nos informó que había un tipo que vivía cerca y que encargado por los servicios de seguridad debía averiguar e informar qué hacíamos, y, muy importante, si andábamos armados. Cuando supieron mi hermanos Carlos y Rodrigo de aquél peligro que se cernía sobre nosotros, fueron a hablar con el guardia de la feria, el sujeto contratado para el efecto y le dijeron detalladamente lo qué le pasaría en caso de. Seguimos con la vida normal, salvo que cada vez llegábamos menos a esa casa. El payaso rojizo que nos robaba las bolitas y arrancaba con las pelotas de trapo con las que jugábamos, murió, unos años después, presumiblemente envenenado en la casa de la Costanera. Todos lloramos ese día.

14.-Mi hermana, vivía a unas quince cuadras de la casa de mamá y junto con su compañero, conspiraban en por lo menos dos frentes. Eran los encargados de organizar la población para la protesta y guardar los productos de las recuperaciones y las armas usadas para esos efectos por los compañeros del Frente. Mi hermana vivía en una pieza de allegada en la casa de su suegro desde donde operaban un equipo que intervenía las comunicaciones del canal siete para propagar las proclamas rodriguistas. Como una medida de seguridad mínima, mi hermana y su compañero Alfredo, echaban a andar el transmisor y salían de inmediato a sentarse en la puerta de la casa como si nada. Al minuto llegaban las vecinas a informarles que el Frente había intervenido la tele y que se escuchaba las instrucciones para la lucha, información política y orientación para enfrentar la represión. Ximena y Alfredo entraban entonces a su casa manifestándose interesados en sabe qué decían los compañeros.
Por entonces, enfrentaban ellos una dura situación económica. A los bajos sueldos, se agregaba la represión de los empresarios textiles que no permitían el funcionamiento regular de los sindicatos y dejaban en la cesantía a quienes intentaban organizar a los trabajadores. La pareja de obreros textiles, mi hermana y su compañero, habían sido particularmente perseguidos por los empresarios y lograr un trabajo en esa área de la producción no era fácil. Los compañeros del Frente habían decidido que esta pareja de obreros serían los encargados de resguardar los medios usados en algunas recuperaciones y el producto de éstas. Muchas veces, en los tiempos más duros, durmieron sobre una cama que ocultaba bolsos llenos de dinero que irían a financiar las operaciones finales de esos tiempos decisivos. Jamás tomaron un solo billete. Mi hermana también dirigía la resistencia de esa población durante las protestas. Hacía equipo con un vecino que la secundaba en los preparativos de las más grandes protestas. Comenzaron con mucha antelación la preparación del dos y tres de julio del año 1986. Pero había un problema: no se podía conseguir ni un solo neumático y las vulcanizaciones tenían expresa prohibición de dar o vender ninguno. Para resolverlo decidieron robarle la inmensa rueda de tractor con que publicitaba su negocio un vulcanizador del sector. Mientras mi hermana hablaba con el dependiente, su socio salió a toda carrera llevando por delante la enorme mole de goma. Durante dos semanas el enorme aparato descansó a los pies de la cama de mi hermana, a la espera de cumplir con su destino. El allanamiento que se veía venir, finalmente apareció una madrugada de un miércoles. Entonces ningún hombre ni mujer pudo ir a trabajar, ni siquiera salir de la Población Sara Gajardo. Casa por casa sacaron a las personas mayores de 18 años, las que fueron llevadas a una cancha, separadas las mujeres de los hombres. Mi hermana y su compañero fuero interceptados en el paradero de micros. Con el pretexto de buscar delincuentes, los soldados empadronaban a todos los pobladores tratando de controlar las señales cada día mayores de un levantamiento. Mientras mi hermana era llevaba junto a las otras mujeres en una larga fila flanqueada por soldados en tenida de combate, en su casa mi sobrino mayor, que se empinaba sobre los 10 años, hacía esfuerzos por esconder todo aquello que sabía no sería bien visto por la tropa: desde las revistas y periódicos contrarios a la dictadura, instructivos didácticos para preparar toda clase de artefactos explosivos y una sub ametralladora que había visto cuando Alfredo la guardó en una cómoda. Cuando la tropa ingresó a la pieza de mi hermana encontró a dos niños con cara inexpresiva arrinconados sobre la cama. Los soldados comenzaron su atropellada búsqueda y sólo por un milagro no encontraron un material subversivo suficiente para una cadena perpetua.

15.- Desde donde vivía mi hermana, hasta donde vivía mi madre, no habían más de quince cuadras. Cuando Ximena escuchó a lo lejos el amenazante ronronear de los helicópteros desde el lado de la Costanera, días después, supuso que estaba el resto de la familia en peligro. Pensó en nosotros, sus hermanos que a esa altura de la dictadura estábamos haciendo todo lo necesario para botarla, porque ya se había quedado por demasiado tiempo.
Yo había dejado la universidad el año 1982, cuando repetí Álgebra Lineal por segunda vez. Tenía reglamentariamente derecho a solicitar una tercera oportunidad, pero la maquinaria de vigilancia de la Universidad ya había detectado algunas maniobras mías al interior y eso determinó que no me lo permitieran. Desde hacía años ya venía dedicando gran parte del día al trabajo de la conspiración y a partir de ese momento, me dediqué a tiempo completo al trabajo clandestino. Con altos y con bajos. Esos años fueron especialmente duros para mí. A una situación económica apremiante, debía sumar que por esos meses había embarazado a mi novia del Liceo. Mi cabeza atenía un tremendo barullo que no era capaz de resolver. Mis compañeros me contactaron con un sicóloga en busca de arreglo a mis situación de desconcierto emocional, del que no lograba salir, mientras que me juntaban el dinero necesario para seguir en la universidad. No sirvió de nada ir cada dos día a ver a la sicóloga que se hacía llamar Ignacia y que era muy linda. Estaba en un callejón sin salida: iba a ser padre, no tenía ingresos económicos sino lo poco que me daban mis compañeros para apenas movilizarme, me había ido mal en la universidad, me había aficionado al vino de las peñas y a la bohemia y no sabía qué hacer. Un día me propusieron viajar a prepararme fuera del país. Fue una buena decisión. Entre los años 1982 y 1983, desaparecí. Cuando regresé, volví a vivir con la madre de mi hija Catalina que había nacido el año 1981. La relación no duró un año y debí salir de esa casa con mis pertenencias en tres bolsas negras de basura. Volví a militar y a intentar hacer una vida más estable, lo que no podría lograr sino hasta muchos años mas tarde. Cuando mi hermana vio el vuelo rasante de los helicópteros y escuchó las ráfagas de fusilería a lo lejos, decidió a ir hasta la casa de la madre. Efectivamente, el cerco que rodeaba una gran zona tenía como centro el frontis mismo de nuestra casa. Desde el río venían tiros que eran respondido por las tropas de todos los colores que se parapetaban en sus vehículos. La batalla había durado bastante mas de una hora sin que la represión se arriesgara a adelantar su tropas hacia las márgenes del río, a no mas de cien metros. En un momento los helicópteros comenzaron a moverse hacia el oeste, siguiendo el cauce del río. Se rumoreaba que habían caído algunos insurgentes y que otros había sido arrastrados por la corriente e iban heridos. La tropa de infantería igualmente se movió del frente de la casa de la madre. No habían pasado veinte minutos cuando sonó el tremendo timbre de locomotora de la casa. Salió mi hermano Claudio y se encontró con un compañero con el cual habían hecho alguna operación en otro tiempo. Tiritaba en la puerta cuando pidió entrar. Al sentarse en un sillón le entregó a mi hermano la sub ametralladora tibia y sin parque, con la cual había estado disparando hasta hacía no más de veinte minutos. Mi compañera va herida, dijo con la voz en un hilo, quiero salir. Mi madre se opuso tenazmente a que se fuera en esas condiciones y le pidió que esperara. Apenas podía sostener la taza con té que madre le ofreció tratando de calmarlo. El timbre sonó por segunda vez y todos saltaron de sus asientos pero mi hermano Claudio que salió a ver quien era, volvió con mi hermana Ximena que había pasado el férreo cerco de la represión. Madre la puso al tanto de lo que pasaba y al ver la decisión de salir de todas maneras que repetía el compañero, Ximena le dijo, está bien yo te saco. Este es tu padre, le dijo a su hijo mayor apuntando su índice a la altura de la nariz del niño que lo miraba con los ojos muy abiertos, y ahora lo vas a tomar de la mano y no lo vas a soltar. Salieron. Como una pareja joven, con dos niños de la mano, sortearon sin contratiempos desde el primero hasta el cuarto de los cercos concéntricos. Cuando por fin pudieron llegar a Carrascal, el joven se despidió agradeciendo el gesto, y desapareció en el puente Lo Velásquez, hacia Cerro Navia. No hubo mención a detenidos, heridos ni muertos en el noticiario de las nueve. Al otro día sonó nuevamente el timbre ferroviario y el mismo joven, ya repuesto, fue el que abrazó a mi hermano cuando éste fue a abrirle la puerta. Vengo por mis cositas, dijo después de saludar. Mi madre le había lavado el buzo deportivo que había dejado la noche anterior pasado a pólvora y se lo entregó en una bolsa plástica. Mi hermano le agregó la sub ametralladora fría y sin cartuchos en la misma. Se alejó de la casa después que madre le pidió que se cuidara.

16.- La casa en que terminó por desarmarse la familia original, quedaba en la esquina del Pasaje P con Emilio Campodónico, en las profundidades insondables y peligrosas de Quinta Normal. Finalmente, dimos la vuelta en redondo. Terminamos viviendo a escasas cuadras del lugar al que llegamos hacía treinta y cinco años. Los últimos años de mi madre fueron en compañía de mi hermano Pedro y Mirna, la cuñada propietaria de una risa que lo contagia todo, que tuvieron dos hijos: Nicolás y Sebastián. Posteriormente, llegaría a la casa mi hermano Carlos con su compañera Nancy, quienes habían tenido a sus dos hijas, Katherin y Erika. Aún no nacía el tercero, Carlos. El único hermano soltero que siempre se quedó en la casa con mi madre fue Claudio. Rodrigo, tanto se iba como llegaba a intervalos irregulares. Desde ahí se dieron las últimas peleas. Desde ahí salió Rodrigo a otras tierras, en la postrimería de la dictadura, a prepararse como soldado profesional. Ahí se quedó mi hermano Claudio con el peso de una casa que ya no era la misma. Mi mamá vivía ahí cuando en Estocolmo me corté la mano y supe de esa manera que le había pasado algo grave. Antes de llegar a Suecia, a un exilio que no era tal, había vivido en una casa de juguete en un barrio de espanto al final de Pudahuel. Había nacido Camilo mi segundo hijo, y el horizonte era un cielo de dudas respecto de lo que venía. El año ochenta y seis había sido el año decisivo, pero no había pasado nada, salvo la desmovilización de quienes combatían. Había muchas dudas de si la salida de la dictadura tendría que ver con nosotros, o se estaba fraguando en oficinas desconocidas. Cundió entre muchos compañeros una gran decepción. Parecía que todo lo que se había hecho no serviría sino para cambiar de manos, las mismas de siempre, el poder anhelado. De un momento a otro sentimos que, de cierta manera, habíamos sido traicionado o no habíamos sabido administrar el inmenso poder que habíamos construido mediante sacrificios enormes. Se discutía si los jefes habían sido capaces de tomar las mejores decisiones, si estuvimos cercanos a un levantamiento que habría cambiado el escenario del país, si teníamos las capacidades para el efecto, si alguna vez hubo la decisión de combatir por el poder, o nos conformábamos con el adiós al dictador, dejando el campo libre a los que finalmente, se lo tomaron y al cual se aferran con todo y sin memoria. Cuando se realizó el Chile Crea, evento precursor de la Fiesta de los Abrazos, pedí permiso para irme del país. Mi hijo Camilo y su madre ya estaba hacía un año en Estocolmo, hasta donde debieron partir porque la casita de Pudahuel había sido nombrada en el proceso por el atentado al tirano. La Vicaría nos informó de la situación y al otro día, madre e hijo, volaban hacia Escandinavia y yo lo haría en enero del año 1989. Cuando aterricé en Arlanda hacía un frío, sólo comparable al de Temuco en Julio. Estuve en Suecia tres años, al final de los cuales o me suicidaba o me devolvía. Trabajé lavando platos y haciendo aseo en escuelas, restaurantes y edificios. Me sostenía la cercanía con mi hijo, y las cartas que mi madre le dictaba a mi hermano Claudio y que llegaban una vez al mes. Cuando ya no aguanté mas la situación con la madre de Camilo, pedí un pasaje a la autoridad de los emigrantes, renuncié a la residencia y volví a Chile sin más trámite. Traía en el bolsillo un regalito para mi hija Catalina. Mientras estuve en ese exilio que no era tal, le escribí innumerables veces y otras tantas le envié alguna cosa. Nunca tuve ningún tipo de respuesta. He debido vivir con el dolor de no ver a mi hija desde hace mucho. Mientras vivió mi madre, Catalina iba de vez en cuando a verla a su casa vecina. El día en que el taxi que me llevó del aeropuerto se detuvo frente a la casa de mi madre, en el Pasaje P, ella había muerto un año y medio antes, lo primero que veo es a mi hija. Me bajé y la abracé emocionado y le pedí que viniera mas tarde a casa. Fue. Estuvo un momento en el cual compartió con algunos de mis sobrinos, con una actitud de nerviosismo evidente. La foto que captura ese instante, la muestra entre sus primos, y una actitud de incomodidad elocuente. Le dije que si sentía mal, mejor venía después. Se fue y nunca más volvió. Nunca supe resolver esa situación. Me acomodó siempre creerle a la madre de Catalina y sus ofertas. Una vez me pidió cierta gestión relativa a la niña, con la promesa de mediar para una reconciliación. No hubo tal. Cuando estuve preso pedí verla porque suponía que iba a estar mucho tiempo en esas condiciones y no fue posible. Cuando salí en libertad, no hice las gestiones suficientes para volver a ver a la niña y finalmente, la última oportunidad que tuve de hablar con su madre, fue cuando volví de Suecia, nuevamente, el año 2001. No se por qué vía logró ubicarme y un día apareció en mi casa. Fue a pedir que renunciara a la paternidad de la niña, que a esa altura ya se había cambiado el apellido, por el de su padrastro. Le pedí que se fuera y nunca más la vi. La muerte de la madre cortó ese lazo que se mantuvo con la Catalina. Sólo supe de ella por vías extraoficiales y subterráneas. En la casa, finalmente, quedó viviendo mi hermano Carlos con su familia. Cuando dejó esa casa por la exigencias de sus dueños muchos años después que el primero de la familia la hubiere ocupado, trató de encontrar las armas que alguna vez fueron escondidos debajo de sus árboles frutales, pero no pudo encontrar nada.

17.- A mediados de octubre del año 1986, nos sacaron a Aldo Díaz y a mí de la galería 12 de la Penitenciaría de Santiago para llevarnos a la Segunda Fiscalía Militar, en donde estábamos procesados por el infracción al artículo octavo de la Ley 17.798. Arrinconados, ojos estragados, pelo enmarañado, sucios y fétidos, perfectos incomunicados, mirábamos por primera vez el patio de la Penitenciaría donde se apiñaban los reos que iban a los tribunales. Nos moríamos de ganas de fumar y por saber qué pasaba afuera después de semanas de CNI e incomunicación. La galería 12 queda en el sector oeste de la Penitenciaría en el segundo piso. Las celdas son cubículos de dos por dos metros y cuatro de alto. Uno de los muros, todos llenos de inscripciones pidiendo perdón a Dios, los santos y las Madres, lucía una ventana con barrotes y un grueso latón que la cubría por completo. Sólo dejaba cinco perforaciones del diámetro de una moneda por donde entraban los rayos de sol de la tarde con los cuales me inventé un inútil reloj solar. Llegamos de noche a la Penitenciaría y fue el impresionante sonido el que más nos desconcertó. La idea cinematográfica de una cárcel se relaciona con un recinto en donde no se oyen demasiados ruidos que no sean el cerrar y abrir de las rejas metálicas. Lo que escuché al entrar al recinto fue algo tan espectacular que de inmediato me imaginé un partido de fútbol entre dos enconados rivales en la final del campeonato. Los muros amarillos de las celdas estaban completamente escritos con leyendas de arrepentimientos y muchos cariños a la mamá, a Dios y a los hijos. Algunos escribieron sus leyendas con sus propias fecas. Cada día, a las ocho de la mañana, el Mayor a cargo de esa zona de la Penitenciaría, hacía su ronda habitual, la que nosotros aprovechábamos para hacer alguna exigencia mínima de higiene o de derechos humanos. El sujeto, con una rosácea bastante avanzada nos miraba con algo de compasión y se retiraba sin pronunciar palabra. El mocito de la galería aprovechaba la puerta abierta y entraba a toda velocidad con un infecto trapero para barrer basura que sólo él veía. En es momento nos daban un minuto para ir al baño, lo que alcanzaba sólo para orinar en unos baños pestilentes. Ni pensar en una ducha. Las necesidades fisiológicas mayores se debían hacer al interior de la celda en algún envase que uno mismo adecuaba para el efecto. Algunos usaban cajas de leche partidas por la mitad, otros botellas de bebidas plásticas también cortadas. Quienes no tenían la posibilidad de obtener una caja o botella al día, debían botar el contenido diario, enjuagar el interior y volver a usarla. Este envase era llamado La Guagua. Cada uno por su parte, descubrió con asombrosa precisión el mismo método para cagar en tales condiciones. Se afirma la espalda en el ángulo de noventa grados que forman dos de los muros y se pone La Guagua de manera que en ella pueda caer el contenido de nuestros intestinos. Compartí la incomunicación con quienes llegaron por el proceso de internación de armas en Carrizal, cuyo reo más famoso fue en ese momento el Rucio Molina. Cada vez que sacaban a Molina a declarar era una operación de decenas de gendarmes y muchos kilos de cadenas. Había cumplido mas de dos meses de incomunicación cuando por fin, lo bajaron a la Calle Quince, que era la antesala para la Calle Cinco en la cual se había logrado reunir a los presos políticos. Mientras duró la incomunicación, en nuestro caso por dieciséis días, el Rucio Molina dirigía una peña folclórica en la cual podía cantar o recitar el que quisiera. Resultaba muy simpático escuchar como cada uno encerrado en solitario en sus celdas, se ponía a cantar para un auditorio compuesto por decenas de presos en la más absoluta de las incomunicaciones, a pesar de los reclamos del sargento encargado de la calle. El Rucio Molina, que hacía de maestro de ceremonias de la peña, era también el responsables de darnos ánimos cuando el silencio se apoderaba del pasillo y nos invitaba a cantar con él canciones revolucionarias para superar el bajón. Cuando bajamos a la calle quince, donde nos esperaba el Rucio que había llegado la noche anterior, me pude dar cuenta del olor que puede llegar a despedir un cuerpo humano después de casi un mes sin lavarse apropiadamente, sin cambiarse la ropa, empapado de sudor y miedo. Después de la más maravillosa ducha que he tomado en mi vida, usé la toalla que ya había secado a decenas de otros compañeros y me lavé los dientes con un cepillo que había sido usado por los que habían bajado antes. El día anterior, el cabo de gendarmes nos llevó a la larga fila de los que íbamos al tribunal militar donde sufrimos la dureza de los grillos que ponían moradas las manos y hacían que se perdiera la sensibilidad de los dedos. En el camión celular de no mas de dos metros de ancho por cuatro de largo entramos ochenta y cuatro humanos, apretujados hasta el borde del desmayo por la falta de aire. Es posible que la temperatura en esa trampa mortal haya subido sobre los cuarenta grados. Ese día nos levantaron la incomunicación, pero sólo bajamos a la calle quince al día siguiente: al sargento agregado a la Fiscalía, se le quedó accidentalmente el oficio que decretaba nuestra libre plática en las oficinas de la Fiscalía Militar

18.- En la cárcel habíamos fundado una escuela de Métodos Conspirativos, Normas de Organización, y de algún tipo de armas. Arribamos a la Penitenciaría los primeros días de octubre después de estar dieciséis días en el Cuartel Borgoño, acusados de infringir el artículo 24 de la ley 17.798. Tras dos semanas en la Galería doce de incomunicados y una noche en la Calle quince, de tránsito, fuimos llevados a la Calle Cinco, en una fila india que cruzó el Óvalo. Nos esperaba una emocionante bienvenida. Los compañeros que habitaban esa calle, se ubicaban a ambos lados de la entrada y cada uno nos abrazó y saludó de la manera más cariñosa que se pueda, mientras tanto comenzaban a aplaudir a nuestro paso. Luego de llegar al final de la larga fila de abrazos, nos levaron al comedor en donde nos dieron la bienvenida oficial por parte del Mando del Colectivo de Presos Políticos de la prisión, compuesto por compañeros de los distintos partidos y organizaciones en prisión. Finalmente, pasamos a sentarnos a las mesas que estaban servidas para la ocasión para disfrutar la primera comida decente en un mes de incomunicación. La primera actividad oficial después de la bienvenida, en la cual nos dieron dos semanas de vacaciones, fue asistir a una charla que un mirista canero viejo nos dio respecto del modo de vivir en prisión, las claves para la supervivencia y una clase de coa suficiente como para saber como se habla en esas circunstancias. En la primera visita que tuvimos después de la larga incomunicación, nos juntamos con nuestros familiares y logramos cambiarnos de ropas. También nos entrevistamos con el siquiatra que una vez llegó a la imprenta Llareta para pedir que le imprimieran El Asombro, quien nos preguntó por la tortura, sus características, sus énfasis, técnicas y nuestra opinión respecto de cuánto nos había hecho daño. Una vez que le respondí mis impresiones me dijo que lo que debía hacer para superar el tartamudeo con el que había salido de todo eso era reírme lo más que pudiera. De esas visitas nos retirábamos en medio de los más bellos e inmerecidos aplausos de nuestros familiares. Cuando se nos acabaron las dos semanas de vacaciones y más o menos repuestos del paso por la CNI y la incomunicación, debimos enfrentar el trabajo diario: artesanía que luego era vendida para financiar nuestra estadía en la Penitenciaría. También comenzó el trabajo político que seguimos haciendo en medio de las más estrictas medidas de seguridad. Compartíamos la Calle con una buena cantidad de presos comunes, lo que abría la posibilidad de que saliera información hacia la policía. Uno de esos presos comunes era el Ulises. La única vez que lo vi pasar frente a la casa de la Costanera, iba con sus dos hijitas pequeñas de la mano y una bolsa de pan. Me llamaba la atención el modo educado con que saludaba a mi madre la vez que se cruzó con ella y conmigo. En el barrio era fácil saber quién era quién. Sin embargo, poco o nada se sabía acerca de este personaje callado, silencioso, preocupado de su familia, quitado de bulla, al que era raro verlo en la calle. El día en que la policía cercó la cuadra yo no estaba en casa. Mi madre me contó al otro día que la policía de Investigaciones se había llevado al vecino del cual no sabía el nombre y cuya descripción no terminó de darme muchas luces. El mismo día en que llegué a la calle Cinco, y mientras los compañeros del mando hacían esfuerzos por conciliar camas con presos, Ulises me fue a buscar al patio y me dijo que quería hablar conmigo. No lo conocí en ese instante. Luego de los datos que me aportó, recordé la vez en que la Policía allanó una casa que resultó ser la suya. Había caído acusado de siete asaltos a mano armada. Uno de sus cómplices lo había delatado y la policía desarmado la banda con la que asaltaban tomando la precaución de no dañar a nadie en la operación. Arriesgaba muchos años de cárcel y, peor aún, no ver más a su mujer y a sus hijas las que no sabían los pasos que daba papá Ulises cuando salía de casa y volvía tarde. Cada sábado y lunes, días de visita para la calle, Ulises se engalanaba con su mejores ropas con la esperanza de ver llegar a su mujer y sus hijas. Volvía con una sombra de pesar en el rostro que inhibía pregunta alguna. Una vez hablé en la visita con mi madre respecto del tema del Ulises. No faltó más. A la semana siguiente el asunto estaba arreglado y después de mucho Ulises pudo abrazar a sus hijas y a su mujer por la intercesión de las reiteradas conversaciones que tuvo mi madre con la mujer. Cuando habló conmigo, sentado en su celda, me invitó a ocupar una parte de ésta que compartía con dos giradores dolosos de cheques que resultaron ser compañeros muy divertidos. El trabajo político al interior del penal debía ser muy cuidadoso. Asumíamos que no por estar preso estábamos inhibidos de seguir luchando contra la dictadura. A pesar de lo que se pueda creer, la vida en la prisión política tiene mucho trabajo. Se organiza en grupos por partidos para resolver el rancho. Cuando un grupo está de turno debe resolver el desayuno, el almuerzo y la once. El trabajo de la seguridad es permanente. Los riesgos de algún ataque a alguno de nuestros compañeros más expuestos en la prensa fue siempre algo latente. Simultáneamente, cada compañero debía entregar un trabajo de artesanía a la semana para financiar la comida de todos. Cada uno albergaba la idea de salir en libertad y había que seguir luchando. Nos dimos cuenta que los niveles político o técnico de mucho de los compañeros que llegaban presos era muy pobre. Entonces fue cuando organizamos la escuela Político Militar. El Pollo, su director, me pidió que asumiera la cátedra de Normas Leninistas de Organización

19.- Mientras oficiaba como jefe del Regional Temuco, fue detenido un tipo que me conocía. Opté por salir de la zona un tiempo, a contrapelo de la opinión de mi jefe directo. Estuve una semana en Santiago a la espera que al situación en Temuco se desinflara antes de volver. Cuando pude regresar, me di cuenta que ya no podía quedarme y que mi caída era inminente. Subí mis bienes materiales a un bus y sin esperar permiso o autorización, me devolví a la capital. Fue cuando llamé a Aldo Díaz para que me acompañara en su furgón a retirar mis cosas al terminal. Aldo dirigía la Imprenta Llareta. Muchos años antes, una tarde de invierno, alguien avisó que justo en la puerta cerrada del taller había estacionada un enorme bus verde musgo de la cual descendían, sincrónicos y marciales, una cantidad infinita de pacos armados hasta las amígdalas. Paren las máquinas dijo Aldo, cagamos. Los minutos de ese momento parecieron interminables, como interminables los pacos de las Fuerzas Especiales bajando del bus y formándose frente a la puerta del tallercito. Soto, que se atrevía a monitorear las evoluciones policiales por un hoyo en la puerta, no movía un músculo. Qué decir al segundo siguiente de derribada la puerta? Nos rendimos, no disparen, estamos desarmados? Soto levantó una mano como para decir un momento. Sudábamos en silencio. La mano alzada de Sotito comenzó a moverse de un modo que bien podía interpretarse como adiós, calmados o esperen. Alguien dijo quememos todo. Un sabio palmetazo a la altura de la nuca fue la respuesta a la estúpida sugerencia. Sotito levantó la cabeza y le dijo al Guatón, parece que no vienen para acá. Se hizo un silencio espeso. Lo que pasaba en realidad, era que iban atacar por la retaguardia a los estudiantes del Instituto Tecnológico de la Universidad Técnica que protestaban. Salvamos. Clandestinamente se hacía El Siglo, pero era una imprenta en toda la línea, con patente, facturas, tarjetas de visitas y una vendedora a la que todos queríamos comernos. La había fundado el Mono G, M. P. y J. C. muchos años antes. Cada una de las veces que quebró, no faltó la mano amiga que la rescató de deudas y acreedores e hizo nuevamente el milagro de mover unas máquinas veteranas. Entre papelería de todo tipo, se imprimió, durante largos años, todo cuanto estaba prohibido. Ahí se hicieron los primeros panfletos de lo que sería conocido pronto como FPMR, para la propaganda armada en el tren al sur, a la altura de la María Caro. Había que imprimir El Siglo de la manera más económica y eso generaba la necesidad de conseguir insumos gráficos sin delatar lo que se hacía. Lo del papel resultaba fácil porque muchas veces se compró papel robado. La novedad vino de la mano con un invento perfecto: las planchas para la impresión offset se podían grabar al sol y revelar en el baño, lo que evitaba salir a los comercios del rubro, arriesgando los originales y todo lo que implicaba. Pensábamos que los niños del cité vecino que jugaban cerca de la improvisada cámara insoladora no sabrían nunca qué era lo que se ponía debajo de un vidrio aplastado con dos ladrillos. Pero siempre supieron y siempre callaron. Había otra garantía: hacer las planchas offset permitía la herejía de corregir en los originales aquello que no nos gustaba o respecto de lo cual no compartíamos políticamente. Sólo por llevar la contra, a veces cambiábamos el eterno mono que llevaba el interior, un bosque de banderas que marchaba en una dirección, poniéndolos en dirección opuesta. La impresión y encuadernación del diario, era relativamente simple: bastaba encerrarse un par de días. A menos, claro está, que fallara el maestro, el ayudante, el encuadernador, el jefe de taller o todos juntos. Esta última posibilidad fue las mas frecuente. Los días viernes, días de pago, la cosa no podía terminar ahí y probablemente nos fuéramos los Puchos Lacios para rematar en el topless El Infierno, a sugerencia de un infaltable de muchos viernes: M. P. Una vez después de tomarnos un jarro doblero de bajativo, caímos nuevamente a El Infierno. No más llegar, en un dos por tres trepé el escenario y en otro dos por tres estaba en medio de la calle Diez De Julio, aventado por los guardias que no quisieron creer que la bailarina en topless era una prima que no veía hace mucho. Desperté en Puente Alto, sin saber dónde estaba, sin rastros del suple y con sed. En muchas oportunidades nos atrasábamos con el diario, pero daba lo mismo porque el equipo de distribución era mucho más lento que la imprenta. Alguna vez también distribuimos el Siglo, lo que era una irresponsabilidad que violaba el mínimo abc de la conspiración. Aldo, con su hija nuevecita en los brazos de su mujer en la función de copiloto, manejaba su furgón Suzuki por Departamental, estado de sitio en curso, cuando un grupo de pacos listo para el asalto final, le hace señas de detenerse. En la parte delantera Ximena con su guagua en brazos, en la trasera cajas plataneras llenas de El Siglo. El milagro de la tierna maternidad aligeró el ceño fruncido de las fuerzas del orden y se pudo entregar el diario en la panadería que hacía de buzón. No recuerdo si era la compañera dueña de casa o su hija, la que nos alborotaba por ser una mina bastante rica. La vez que más susto pasamos fue cuando repartíamos el diario en una Citroneta. Por las mañas propias de este vehículo quedamos en panne sin poder arrancar hasta que se acercó, silencioso, un furgón de pacos, con chalecos antibalas reglamentarios y uzis con bala pasada. Le explicamos que llevábamos artículos de greda y que el sudor de la frente y de todo lo demás, era por el esfuerzo para hacer arrancar la citro, que no era primera vez y que alguna vez la quemaríamos por inservible. El sargento, rubicundo y con cara de tener sed, hizo bajar al contingente y sin dejar sus uzis ni los chalecos nos empujaron hasta que el motor de la citro se le ocurrió partir. Pasamos el nerviosismo en el Chancho Viñatero con dos jarros de borgoña en frutilla y unos churrascos. Nadie que no conociera el staff de la imprenta Llareta podía saber que hacíamos impresos clandestinos. Nadie que los conociera podría comprenderlo. Más parecía una escuadra de poetas errantes, bohemios y alcohólicos que un equipo de trabajadores clandestinos con toda la disciplina que ese empeño requiere. La Llareta, una planta que vive apegada en cuerpo y alma a algunas rocas en el desierto de Atacama, vive con muy poco agua y es resistente a lo que sea. Así se llamó esta imprenta durante los diez años que vivió. El día en que cayó en manos del enemigo fue un viernes de septiembre, pasadas las fiestas del dieciocho.

20.- Había cumplido como secretario en algunos regionales clandestinos del sur. Sería la semana anterior al dos y tres de julio de 1986 cuando en reunión de secretariado dicté el plan de Mensaje, al jefe del frente militar de la Organización, para esos días de protesta nacional. Salimos de Los Cacharros, cerca de Labranza en Temuco, con la tareas algo claras para enfrentar los días que suponíamos decisivos. No hubo tal. La gente estaba en las calles y los milicos y los pacos también. Cuando la represión se retiró, sólo quedó la más grande protesta popular que habíamos visto hasta la fecha. Al otro día, el encargado de Mensaje me la suelta. El plan se le había quedado en un cuaderno en un colectivo. En el cuaderno iba además, su nombre verdadero y su dirección. Lo sacaron en calzoncillos de su cama dos días después y estuvo tres meses preso. Por eso debí salir de la zona, contra la opinión del Jefe. Volví por mis cosas, un colchón y un televisor en blanco y negro, después de una semana. Fue cuando llamé a Aldo Díaz para que me acompañara al terminal. Ven al taller y vamos, me dijo. En Ahumada compré una Novela de Maigret. Al llegar al taller, leyendo a Simenón, entré inadvertidamente. Adentro había el entusiasmo y el humor negro de siempre. Vamos enseguida, me dijo, pongo a imprimir estos panfletos y estamos. A esas alturas del estado de sitio por el intento de tiranicidio, se sabía que Llareta era la única imprenta que se atrevía a operar. El día anterior había llegado un médico siquiatra amigo para exigir, en sus palabras, que le imprimieran de inmediato El Asombro, el mejor pasquín que se vio en toda la dictadura, que no tuvo más de cuatro números, lamentablemente. Era una edición especial referida al atentado al dictador. Los familiares golpes en la puerta no hicieron sospechar nada. Sólo cuando vimos entrar la tromba de sujetos armados gritando como si estuvieran asaltando el Morro de Arica, nos hizo caer en cuenta que había llegado la CNI y que estábamos presos. Esta vez también el Guatón dijo cagamos, pero a diferencia de la oportunidad de los pacos, ahora era de verdad. De los siete trabajadores, contra toda suposición, sólo se llevaron al Guatón y al nervioso autor de esta líneas, quien en una acto de desesperación casi indigno, dijo que venía entrando y que sólo había ido por el furgón, así que permiso que me voy. El que mandaba me dijo calmado cabro, ya veremos quien se va y quien se queda. Quien se queda? Después de encontrar los paquetes de El Asombro? Con el respeto que merece, la verdad es que poco les importó encontrar El Siglo de esa quincena y rastros de otras muchas. Lo que les escoció de verdad fue El Asombro, del siquiatra. Fue por lo que el Guatón se llevó las primeras patadas, bofetadas, y golpes de todo tipo. La descripción que dio Aldo del que habría llegado para que imprimieran el pasquín no se parecía al siquiatra que un mes más tarde nos atendería en la Penitenciaría cuando por fin pudimos salir de la incomunicación.

21.- Llegué a Valdivia después de que el año 1984 había sido detenida parte de la dirección de la Décima Región. Venía saliendo de algunos tiempos más o menos depresivos, en los cuales no faltaron disputas y contradicciones con miembros de la Dirección. Mario Aguirre, que en ese tiempo se llamaba Nelson, me dijo que había plazas de secretario tanto en la Décima como en la Sexta y que podía elegir. Le dije que prefería la Décima y le di una larga explicación política que no era tan honesta porque, en el fondo, tenía más en mente los choros zapatos del mercado fluvial y los setecientos kilómetros que me distanciaban de los dramas que me aquejaban por entonces. Como recordarán muchos, el año 84 fue especialmente importante por la agudeza que tomó la lucha una vez que se comenzó a implementar más o menos en serio la Política de Rebelión Popular. En Valdivia el trabajo de Secretario Regional tuvo muchos momentos agradables, otros desagradables y sólo uno que otro peligroso. Recuerdo con especial agrado el placer de salir de la casa que me albergaba en Las Ánimas, y balsearme hasta llegar al otro lado del río, remando con mis propias fuerzas. La dirección principal de trabajo era, por cierto, el estamento estudiantil, a pesar que en mi opinión la condición de región mapuche hacía que intentáramos orientar algún trabajo hacia las comunidades que, lamentable y simultáneamente por fortuna, quedan bastante alejadas de la ciudad. La idea de que estábamos llegando a decir la palabra insurrección, la aparición de compañeros que habían combatido en Nicaragua, a alguno de los cuales habíamos visto la última vez en Cuba, mientras pasábamos las pruebas de MC- CI y Operaciones Urbanas, además y por sobre todo, porque veíamos que por más esfuerzo que le poníamos, no nos era posible ponernos en la vanguardia de la pelea que la gente llana daba en los lugares más impensados cuando se hacían los llamados a protestas, nos generaba una sensación desconocida hasta entonces. El olfato de conspiradores, a esa hora bastante curtido, nos decía que algo grande venía. Un día llegó a Valdivia un yate de nombre Blanca Estela, que usaba la Armada para regatas internacionales. Quisimos volarlo usando para el efecto los conocimientos de nuestros camaradas estudiantes de Construcción Naval del IPV. No pudimos. Pero, a pesar de ese fracaso nos quedó una idea delirante: nos dimos cuenta que la lucha debía ser de otra manera. Cuando llegó el Dictador a la ciudad pudimos ver una larga procesión de autos que venían del aeropuerto cercano y en su interior siniestros personajes de lentes oscuros. La protesta hizo bastante noticia y se probó que el tirano ya no podía moverse con la soltura con que lo hacía, pero, más importante, nos probó y reconfirmó que era hora de pasar a una manera distinta de lucha. Pasando a llevar los protocolos de la seguridad y la compartimentación y órdenes expresas de la Dirección, me reuní con el compañero jefe del Frente Patriótico de la zona. Fue una grata reunión por tres motivos. Primero, al compañero, un temuquense, lo había visto la última vez en un conversatorio de Ejército Enemigo, en el pueblo de Santa Fe, a algunos kilómetros al oeste de La Habana. La segunda razón, pude comer carne después de varios meses sin probar proteína animal alguna y, tercera, porque lo primero que me dijo el compañero fue si quería un pisco sour o un combinado. Después del tenedor libre en el Club Palestino, fueron también dos o tres piscolas de bajativo. Cuando estábamos asentando un trabajo que nos había permitido ganar la vicepresidencia de la federación de la U Austral, resultó que tuve problemas de seguridad. Al otro día viajé a Santiago para tomar distancia de un probable chequeo del que había sido objeto, ocasión en que me propusieron asumir la Dirección de Temuco porque el Secretario había caído hacía algunos días. No lo dudé. A la semana estaba tomando posesión de un cargo que era mucho más complejo en una región cuya dirección principal de trabajo era el pueblo mapuche, pero que además, tenía un importante frente estudiantil y de pobladores. Sobreviví todo ese tiempo con una fuerte dosis de hipotermia que no la resolvía ni las estufas ni los calzoncillos largos. Ni en Escandinavia he pasado tanto frío como aquel año en Temuco. Un día ganamos la federación de la UFRO, lo más probable después de peleas interminables con los compañeros jefes de las Comisiones Nacionales. Para decir la verdad, nunca tuve buenas relaciones con los compañeros que recorrían mes a mes largas distancias en bus para llegar a atender a quienes servíamos en los rincones más alejados. Lo mejor de esas visitas, era que traían el estipendio. Ocho mil pesos de aquellos tiempos para comer, vestirnos, transportarnos, comprar cigarrillos, ir al cine, adquirir ropas y zapatos adecuados y algo para ahorrar. También traían la tendencia de corregir lo que hacíamos con mucho esfuerzo. No fueron pocas las veces en que hube de ordenar a mis compañeros de la Dirección Regional no recibir a los compañeros de las Comisiones Nacionales. Decidí que en adelante iba a ser el Secretario, pero con funciones de Intendente. Algunos documentos que redacté en ese tiempo, fueron firmados de es manera. El Valdivia, era el Gobernador, en Temuco ya iba en Intendente. Si sigo en esa pega, sin duda que habría llegado a Presidente de la República. Un día nos encontramos reuniéndonos en los Cacharros, en la casa del camarada Jorge Díaz, el mejor lugar para conspirar que se puede haber concebido. Resultaba un verdadero placer llegar a esa casa de camaradas. Solidaria, alegre, valiente, con una mesa en la que se sentaban con nosotros, después de largas y a veces innecesarias reuniones, la compañera, el compañero y las, hasta ese momento, siete hijas del matrimonio. Afuera había frío, y lluvia, dictadura y represión. Adentro, en esa cocina con mesa redonda de gente humilde, vibraba un cariño muy difícil de encontrar. Por donde anduve, recordé con nostalgia ese rincón perdido de camaradas tan grandes como la palabra compañero. Nunca pidieron algo para ellos. Fue en Rofúe, Rosamel es un testigo de aquella reunión en casa de Tranamil. Hacía mucho frío, cosa que no debo repetir porque en Temuco siempre hace frío. De visita por estas tierras estaba un Jefe miembro de la Comisión Ejecutiva. Nada mejor entonces de generar una reunión en la que podíamos juntar nuestro colectivo de dirigentes mapuche. Tomamos la micro en el supermercado las Brisas hacia el sur y media hora mas tarde estábamos en un camino oscuro, bajo un manto de espesa niebla. Tomamos a lo derecho haciendo caso omiso del barbecho que estaba tan blando que a poco andar el barro nos llegaba a las corvas. El compañero jefe ya estaba arrepentido de semejante aventura no bien sintió hundir sus zapatos en el barro oscuro, pero cuando cayó a la acequia que no vio, lo único que quería era volverse a toda costa a la seguridad de la ciudad. Pero el colmo vendría mas tarde en la fogata de una ruca en la que humo se podía cortar con un cuchillo por la leña verde y húmeda. Nuestro jefe con gripe no aceptó un remedio de hierbas que se le ofreció, combatió todas esas horas contra la humareda que insistía en dirigirse solamente a él, trató infructuosamente de evitar los trastornos que produce el humo de ciertas hojas y, casi cayéndose de sueño, me pidió volver al camino y tratar de tomar algo que nos llevara de vuelta a un Temuco que nunca se vio tan lejano. No teníamos encargado del Frente Mensaje. Como se comprenderá, el año 1985 fue en el que más escasearon cuadros con competencia en el frente en cuestión por cuanto la posibilidad del levantamiento con el que soñamos por entonces y que hemos olvidado hoy, se hacía más y más probable. Y nosotros sin encargado militar. Por rutas extrañas y fuera de las vías regulares nos conseguimos un compañero que había estado en Cuba, probablemente comiendo guayabas, a juzgar por los resultados que nos dio antes de caer detenido por la represión poco tiempo después. Fue a quien dicté el Plan del dos y tres julio del 86 y que perdería en el colectivo. Hube de ausentarme de la ciudad porque el sujeto en cuestión sabía donde vivía. Más aún conocía mi nombre. Haciendo caso omiso de la orientación de mis jefes que insistían en que me quedara al frente del Regional, tomé un bus que me llevó a Santiago, en donde informé de la situación. Los compañeros aceptaron mi decisión a regañadientes, pero lo cierto era que no volvía al regional por la precaria situación de seguridad que generó la caída del compañero que aún hoy, a más de veinte años de sucedido los hechos que narro, me cobra la mitad del estipendio que no le entregué. Todavía lo guardo como recuerdo de la ineptitud y la irresponsabilidad.

22.- Ya no milito. Estoy como decimos, en casa. Pero ni tanto. Uno que ha sido formado para el combate, buscará siempre una trinchera. No he dejado ni por un momento de mis cincuenta y dos años de ser comunista, del modo en que yo lo entiendo. Tengo de la larga militancia que hice, los mejores recuerdos y un cariño entrañable al partido y a la Jota. Creo que se equivoca aquella compañera que vende El Siglo en Santiago, cuando, por debajo, me tilda de traidor. Traidores son aquellos que trabajan para el enemigo. Esos están en el otro lado. La rebeldía de las ideas que me enseñara mi madre y el convencimiento que mientras haya consecuencia entre la conciencia revolucionaria y la actitud, no hay limites para el que opta por la redención de los explotados. Guardando las distancias, los que han liderado las pre revoluciones, las proto revoluciones y las revoluciones en América Latina, no fueron necesariamente observadores inmutables de normas ni reglamentos inmodificables. Más bien, fueron díscolos de orgánicas y normas. Pero han sido todos compañeros. Uno de los mejores poetas de Latinoamérica fue acusado de traidor y fusilado un día 10 de mayo de 1975. Todavía anda por ahí el Comandante Villalobos que lo llevó al paredón y dio la orden de fuego, dando explicaciones que nadie escucha, mucho menos Roque Dalton que yace cubierto por la tierra de El salvador y se esconde de quienes de vez en cuando tratan de encontrarlo. Nunca firmé un papel que certificara mi militancia. El único curso de cuadros que tuve, lo comenzó mi madre cuando yo no tenía más de diez años de edad, en la cocina de la casa de mis abuelos, en Quilquén. Mi madre nos contaba a mí a y a mis hermanos, de las andanzas del abuelo Pedro, su padre, el carpintero del fundo Santa Rosa, que tan perseguido como han sido siempre los comunistas, pintaba los muros de las bodegas de las estaciones del ramal y le hablaba tan en secreto como se podía, de aquel lejano país en el que los obreros y campesinos eran los que mandaban, y en donde habían fundado un sistema en que los burgueses eran historia. Un día el patrón expulsó del fundo al abuelo Pedro y le requisó cada una de las herramientas con las cuales se ganaba el escaso pan para sus hijos. Despojado de sus herramientas, tuberculoso y perseguido, el abuelo Pedro murió. Mi madre fue la llavera del fundo hasta que pudo salir del campo y llegar a la capital en busca de una vida menos dura. Afincada en la ciudad y sirviendo en una casa de ricos, se casó con un obrero ferroviario y tuvo los nueve hijos que somos en esta rama humana. Nunca olvidó lo que su padre le contó sobre posibilidad de un mundo mejor. Y alrededor del brasero, en las interminables noches del invierno, nos fue entregando las primeras clases de comunismo, sin haber leído nunca jamás a Marx o a Lenin. Cuando le dije el año 1970 que quería ingresar a la Jota me dijo que me cuidara. Desde ese momento, me vio cada día menos en casa, pero se alegraba mucho cuando le contaba las cosas que hacíamos, como descargar en tiempo record un barco con leche, porque, entre otras cosas, por esos tiempos, la leche era el alimento más preciado que teníamos en casa. Cuando cayó el gobierno de la UP, mi madre me encontró llorando en mi cama, me hizo cariño en el pelo y me preguntó por mi compañera. Cuando al otro día salí con dos pantalones puestos no me dijo nada. Ya habían pasado muchos, demasiados, años de dictadura y mis hermanos y yo andábamos cada uno en lo suyo en la lucha, cuando mi madre me dijo que ella también quería pelear pero que como era vieja quería hacerle el pan a los combatientes. Creo que fue la última clase de su largo curso de cuadros, como digo, el único que tuve.