9.4.08

Ricardo (primera parte)

Despues de un largo tiempo sin publicar historias, hemos vuelto con una muy especial.
Es por esto que nos permitimos presentar un relato
un tanto más extendido (dividido en dos partes),
o como el mismo protagonista lo llama, una "pequeña memoria"...

1.- Fue por entonces cuando mi madre me pidió conversar. La lucha que daban la mayoría de los chilenos para desprenderse de la afrenta que significaba la mantención de la dictadura, había avanzado en calidad y cantidad. Las operaciones insurgentes eran de un grado cada vez mayor en complejidad y de alcances estratégicos. Al desembarco de armamentos le había seguido el plan de ajusticiar a Pinochet y las operaciones urbanas habían aumentado en calidad y en cantidad y los enfrentamientos con los encargados de la represión eran cosa de todos los días. Había errores, pero había también más decisión, más gente preparada, mas experiencia y más medios. Mi madre estaba cada día más preocupada por la situación de sus hijos, a los que poco veía. Yo había estado preso un par de veces y ella lo pasó bastante mal, a pesar que en esas oportunidades no hubo nada tan grave que lamentar. Cuando mi hermano Leonardo se fue al Servicio Militar, ella lloró más que en otras oportunidades. Había el peligro cierto que la inteligencia militar manejara información de nuestras aventuras y que por esa razón Leonardo fuera perseguido o muerto. Lo mismo pasó con mis otros hermanos, Carlos y Rodrigo que también debieron ingresar a la milicia. Cuando Leonardo viajó a Temuco, mi madre y mi padre fueron a despedirlo a la Estación Central, desde donde partíamos muchos años antes a nuestras vacaciones sureñas de tres meses completos. Leonardo les dijo que el no traicionaría los principios de la familia y que haría todo por permanecer fiel a la enseñanza que había recibido. Mi madre tenía miedo y lloró desconsoladamente cuando el tren partió. Leonardo viajo a Temuco y de ahí lo despacharon en breve a Coyhaique en donde aprendió a montar a caballo y afinó la puntería. En la familia el deporte favorito siempre ha sido el tiro al blanco. Cada cual se ufana a su modo y medida por la puntería que tiene. El abuelo Florentino, padre de mi padre, obtuvo algunos premios por esa gracia que nos haría tan bien heredarla. Cuando fuimos mayores y nos refugiábamos en el campo nuestro deporte favorito eran campeonatos de tiro al blanco en el cual llevaba la delantera mi hermano Rodrigo. Este último había viajado un año después que Leonardo a Traiguén para el trámite peligroso del servicio militar. Cuando se hizo presente en el Regimiento de Artillería de Montaña de Traiguén, ya mi hermano Carlos había llegado y era lo que se llamaba un pelado antiguo. Se había presentado directamente en el Regimiento de Traiguén porque por ese tiempo se había quedado a vivir en el campo de puro patiperro y enamorado de Nancy, mi cuñada hasta ahora y parece que por siempre. Pudieron los hermanos soldados, a partir de entonces y hasta cuando Rodrigo fue movilizado a Porvenir, cuidarse recíprocamente. Cuando tenían franco, viajaban al campo, a la casa de la Tía Raquel a saciar el hambre de cuartel que sufrían. La tía Raquel fue la compañera del Papi Juan después que murió la abuela Mina. Siempre fue llamada tía Raquel, pero era en los hechos la verdadera abuela. Provista de una fuerza descomunal y de una intuición inexplicable, se transformó desde el principio en una confidente y colaboradora de mis hermanos. Cada vez que volvían al Regimiento, después de unos días de franco, los llenaba de comida y les ponía disimuladamente un par de billetes en el bolsillo. Fue desde el principio, cuando el Papi Juan fue a buscarla para que se hiciera cargo de la casa, después de la muerte de la abuela Mina, una buena amiga de mi madre. Campesinas las dos, hablaban el mismo lenguaje y buscando y escarbando, llegaron a concluir que alguna vez se habían conocido. La tía Raquel acompañaría al Papi Juan hasta su muerte. Mi hermano Carlos se licenció de su Servicio Militar desde el regimiento de Traiguén mientras Rodrigo debió servir un año más en las heladas tierras del sur extremo, hasta que volvió a casa una noche de protesta cuando caí, casualmente, en manos de la represión. Ya estábamos todos de vuelta en la pelea cuando madre me pidió conversar, creyendo que, por ser el mayor, era el que tenía los mayores grados. Pero en verdad cada uno estaba en lo suyo y casi ni se hablaba de las responsabilidades asumidas por respetar la compartimentación. En nuestra casa era todo clandestinidad. Mi madre no podía más con sus nervios. Cada noche de esos años fue para ella una verdadero tormento. Leía y escuchaba las noticias y sufría cada vez que algún combatiente caía o era apresado. Tenía fe ciega en que si andábamos por ahí, habría gente que nos cuidaría, como ella hacía con los compañeros que llegaban a casa con nosotros o los que ella misma traía. Hasta la casa de la Costanera y después en la casa del Pasaje P, cuando yo ya no estaba viviendo con ella, tenia la costumbre de dormirse sólo cuado en último de mis hermanos llegaba. Los conocía a cada uno por sus pasos. No era posible entrar sin que no los escuchara e identificara simultáneamente. Desde su cama preguntaba al que llegaba, nombrándolo, si había visto al o a los que faltaban. El que llegaba le mentía diciendo que ya llegaba a casa, lo que, por cierto, nunca creyó. Sólo se dormía cuando el último entraba con la cara contraída por el miedo y la ropa pasada a pólvora. Comenzó el tiempo en que ya pocos llegaban a casa. Ahí aumentó la preocupación de la madre. No había forma de avisar que estábamos bien. Mi madre y yo tuvimos un sistema que siempre dio resultados a juzgar por los reiterados experimentos que hicimos hasta comprobarlo empíricamente. Tuve con mi madre una comunicación extrasensorial en los momentos de gran peligro para mí. Siempre que estuve en esa situación, invoqué su protección y siempre que salí de ellos, recordé avisarle por la misma vía, que estaba bien. La primera vez fue cuando caí preso al Estadio Nacional cuando no se había cumplido aún la primera semana de la dictadura, el 19 de septiembre de 1973. Con otro compañero fuimos apresados por una patrulla del Ejército en una pequeña plaza y llevados a la rivera del río Mapocho al final de la calle Carrascal. Cuando bajamos a la orilla de aguas pestilentes, el oficial a cargo, un subteniente de no mas de veinte años, ordena que nos fusilen en el acto. No contaba el oficial con que ese lugar habitaba una enorme colonia de personas muy pobres que habían construido sus casas, sus chozas, colgando al modo de palafitos, sobre el agua. El militar les gritó tres veces que se fueran y otras tantas disparó al aire, pero los niños y mujeres que habitaban esas casuchas, no se movían. Cada vez que usaba su fusil apoyaba después la trompetilla en mi nuca, dejándome marcas circulares. En un momento le dijo a un soldado que igual me disparara, yo de boca en el piso del camión con las manos en la nuca, sentí que el soldado apoyaba su fusil y oí cuando sonó algo al momento en que la trompetilla se incrustaba un poco más en el cuello y sentí, tiritando de terror que los sonidos que el soldado hacía con la boca imitando los disparos no se parecía mucho a los verdaderos y escuché con mucha claridad la risa del oficial ante la broma de su subordinado. Cuatro horas mas tarde llegaba el estadio Nacional, con la cara desfigurada por los golpes que el oficial me dio con una pistola que olía a grasa consistente. Cuando quise bajar del camión, un soldado no se si el de la broma macabra u otro, me empujo suavemente con la culata de su arma y me dijo que me iban a matar. Al levantar la vista para mirar su cara, vi que debajo de un enorme casco de acero, lloraba. Un momento antes de ser apresados, uno de los compañeros me había entregado un paquete que guardé en mi abrigo y que no fue encontrado en el primer allanamiento y que mantenía cuando fuimos empujados a una fila de prisioneros con sus ropas sobre la cabeza, formados frente a un escritorio en donde daban sus nombre y señas. Nos hicieron ponernos en la pared con las manos levantadas. Después de tres horas, llegaron unos civiles y nos preguntaron toda clase de cosas de las cuales no tenía idea y nos amenazaron con llevarnos a una sala de torturas. Nos quedamos esa noche en el estadio cuando finalmente no encontraron ningún parte que diera cuenta por qué habíamos sido llevados hasta allá y por qué íbamos en el calamitoso estado en que llegamos. Cuando nos obligaron a tirarnos en la arena de esa parte de los pasillos interiores del estadio, tuve tiempo de hacer un pequeño hoyo y depositar ahí el misterios paquete. Antes de taparlo, rompí el papel y pude ver que habían varios tubos de ensayo y seis balas calibre 22. No pudimos dormir con los gritos y maniobras que se sucedieron toda la noche. En la mañana siguiente un capitán nos dijo que nos iríamos porque estábamos de economía. El bus policial que nos sacó del estadio nos dejó en la esquina de Matucana con Catedral después de recorrer numerosas Comisarías. Volví a casa tres días después una vez que estuve más repuesto de mis heridas. Le dije a mi madre que había estado en casa de compañeros y ella me dijo que no, que ella sabía que yo había estado a punto de morir. En adelante, perfeccioné esa técnica misteriosa cada vez que debía mandar un mensaje a la madre para que estuviera tranquila. Yo vivía en Estocolmo muchos años después, y sin razón aparente un vaso se me quebró entre las manos a la misma hora en que sufría el accidente vascular, hiriendo mi mano izquierda. Supe que en ese momento a mi madre le había pasado algo grave y no recobré la tranquilidad hasta que llegué a casa y me dieron la noticia que estaba muy grave. Murió a la semana que yo llegué a Chile. Entonces recordé la vez que me había pedido hablar seriamente para ponerse a la disposición de los compañeros para marchar a la guerra cuando esta viniera, lo que era muy probable. Yo no podría tomar un arma, me dijo, porque estoy muy vieja, pero haré el pan mientras ustedes combaten.

2.- Cuando éramos niños, la mejor parte del año comenzaba cuando llegábamos al campo el primer día de vacaciones en diciembre, para quedarnos hasta el último, en marzo. En ese lapso vivíamos libres en los verdes potreros que rodeaban la casa del Papi Juan. La Provincia de Malleco por entonces cultivaba gran parte del trigo que se consumía, y no se suponía todavía la llegada de las madereras y sus pinos insignes y eucaliptos que hoy copan el paisaje. Por alguna razón que la memoria no logra desentrañar, comencé asistir a la escuela del pueblo de Quilquén, en donde teníamos clases varios niveles a la vez, en la misma sala. Los niños mapuche, muchos de ellos descalzos o usando ojotas de goma, llegaban en caballos que dejaban amarrados a la vara puesta en el frontis para el efecto. Al fondo del patio inclinado de la Escuelita, había un cierre de membrillos y manzanos que inundaban la escuela de un aroma dulzón de sus flores, las que nosotros nos comíamos con verdadero deleite. Los severos profesores nos revisaban las manos cada la mañana, formados en el patio tiritando de frío, con un jarro de porcelana colgando del cinturón. Si nos encontraban las uñas sucias o mordidas, nos pegaban con una varilla de mimbre que adormecía por unos cuantos minutos los dedos. Después de la prolija revisión, hacíamos la cola para recibir una porción de harina tostada, azúcar y leche caliente para el desayuno. Un día, del mismo modo misterioso como llegué a esa escuelita, fui sacado de ella para no volver. El trabajo de mi padre, obrero ferroviario, nos daba la posibilidad de usar pases libres en los trenes lo que nos permitía cuatro viajes al año. El único que hacíamos comenzaba con la llegada de los hermanos mayores a la Estación Central con el padre, nunca más allá de las cuatro de la tarde, aún cuando el tren partía a las nueve de la noche. Ocupábamos los asientos a esa temprana hora, no sin antes pasar por el susto de ver a mi padre subiéndose temerariamente al tren mientras éste aún se movía a una velocidad peligrosa. Mi madre llegaba después con los más pequeños de mis hermanos. Hasta antes de esto, no nos podíamos mover, ni mirar para el lado, ni hablar, ni pararnos al baño, ni jugar a nada. Debíamos estar inmóviles durante las cinco horas siguientes. Algunas fue peor: de tanto estar sentados, inmóviles y silenciosos, nos mirábamos con mi hermana y nos daba un ataque de incontenible risa. Todo volvía a la normalidad, una vez que terminábamos de llorar después del castigo. Una vez que el tren dejaba el anden y al padre, podíamos disfrutar el viaje, soñando con lo que haríamos con todo ese tiempo para nosotros en las verdes praderas de ese rincón de Malleco. La casa de la abuelita Mina y del Papi Juan era conocida como El Campamento porque alguna vez, efectivamente, albergó a trabajadores eventuales, y estaba de tal manera dispuesta que se podía ver el tren desde que salía de la estación de Quilquén hasta que se perdía, ya casi llegando, a la siguiente estación, Trigal. Las horas se sabían según era el tren que pasaba: el de una, el de cinco. Un entretenimiento era ir a la estación de Quilquén a darle la pasada el tren, así se decía, para observar la gente que viajaba con sus mejores galas, hacia la próxima Traiguén y a los que llegaban del norte. La abuela se llamaba Luzmina, y todos le decía Mina, y era pequeña y usaba el pelo largo en el que brillaban sus canas. Se había casado con Pedro Cares, que era en ese tiempo, y hablamos del primer cuarto del siglo veinte, el carpintero del Fundo Santa Rosa. La abuela Mina tenía la gracia de tocar la guitarra y cantar al modo campesino tradicional. Recuerdo que alguna vez vi cuando la vinieron a buscar a la casa, ya había enviudado y vivía con Juan Alarcón, para ir a cantarle a un angelito muerto en pleno diciembre. Partió al galope corto en ancas de un caballo que no recuerdo quien conducía. La vi cantar un par de veces apenas: sentada muy al filo de la silla, con un mantel sobre las rodillas y la guitarra con cuerdas de lata muy levantada, la cabellera larga y lacia cayéndole sobre los hombros. Mi hermano Pedro nació en ese fundo, pero en la Casa Blanca, como era conocida la que el patrón entregaba a su brazo derecho Juan Alarcón, el Papi Juan. Nació Pedro Florentino un día dos de mayo, iluminado por las fogatas de la Cruz de Mayo. Mi padre no estaba cuando llegó mi cuarto hermano. Quedó sin inscribirse el en Registro Civil por dos años porque en aquellos tiempos si no iba el padre pasaba por hijo natural, como si no fueran naturales todos los hijos que llegan a la vida. En enero del año subsiguiente mi padre lo inscribió como nacido el seis de enero del año 1961, es decir, casi dos años después. Mi hermano tiene dos años mas de lo que dice su carné. Pedro se quedó a vivir con el Papi Juan quien lo crió como campesino y como su hijo. Veíamos a mi hermano Pedro una vez al año, cuando llegábamos por los tres meses del verano. Creció lejos de nosotros. Nos miraba con desconfianza y a la defensiva cuando arribábamos al campo ya más crecidos. Cuando tuvo edad de entrar al Liceo, muchos, demasiados, años después, el padre lo trajo de vuelta. Aún treinta años después, no se acostumbra lejos de sus campos y de sus caballos. El Papi Juan y la abuela Mina tuvieron un hijo retardado que nunca pasó los diez o doce años mentales, a pesar de los cuarenta que tenía cuando murió y que jugaba con nosotros con su cabecita atrapada en una infancia enfermiza. Un verano fueron varios de mis hermanos, el mayor no pasaría de los trece años, y el Nene, así le decían pero se llamaba René, a una laguna a jugar en un viejo bote. Remaron hasta el centro de las aguas oscuras hasta cuando el bote comenzó a desarmarse y a hacer agua por los cuatro costados para hundirse rápidamente. Mis hermanos se lanzaron a nadar hacia la orilla desesperadamente, mientras el Nene se hundía irremediablemente en el cieno. Encontraron su cuerpo esa misma tarde. Un día de enero murió la abuela mina a la edad de 55 años de un asma que la castigó casi toda su vida. Frente a la casa, al otro lado de la línea del tren, trabajaban mis tíos en la cosecha del trigo cuando fueron a avisarles. Los recuerdo correr loma abajo con el dolor dibujando en una mueca triste en sus caras. En sus manos el tío Raúl estrujaba su sombrero cuando llegó a la casa y vio a la finada. El Tío Raúl, Castizo, conocido entonces y todavía por ese apelativo, era colorín y pecoso, como un campesino de Asturias, cuando joven. Nos enseño los secretos del campo: qué raíces se comen, cómo sacar los chupones, encontrar los coigües y el nombre de los pájaros. Cuando murió su padre, el abuelo Pedro, se marchó de casa y anduvo de pueblo en pueblo, de campo en campo, de patrón en patrón. Otras veces, se iba a las comunidades mapuche y volvía meses después, con olor a carne de caballo y humo. Se le veía venir por las cresterías de las lomas cercanas, manos en los bolsillos, el sombrero caído en la nuca, silbando alguna canción. Quisimos mucho a nuestros tíos Raúl y Javier, el otro hijo del abuelo Pedro. De éste aprendimos a montar a caballo y a cazar a campo traviesa, a pelar un conejo y a conocer de cerca la explotación humana. Murió joven el tío Javier, envuelto en la humareda espesa del alcohol y la tristeza que nunca superó después de la muerte de su madre, mi abuela.

3.- Cuando la abuela Mina y el abuelo Pedro, fundaron su familia y tuvieron sus hijos, las tierras, las cosas y las personas ya eran de propiedad del patrón. En las noches frías de Malleco el maestro Cares le contaba a su hija pequeña historias heroicas de la revolución de Octubre, de los obreros y campesinos armados, de los Soviet, de la emancipación humana y de cómo era posible un país sin explotados y explotadores y que la vida sólo vale la pena cuando te das a la causa de la redención humana. La pequeña Blanca no olvidó esas historias y esas enseñanzas que hablaban que el mundo podía ser distinto, en el que la explotación humana ni la miseria existiera, en que los hombres fueran iguales y en el que vivir fuera cosa de tener ganas. Años después, cundo ya sabíamos escuchar, mi madre nos relataba esas historias oídas del Maestro Cares y otras de las que el mismo fue protagonista. Nunca se nos olvidaron esas historias que fueron determinantes para la vida que nos armamos después. Crecimos todos con una sensación de rebeldes cuyo propósito en la vida era hacer esa revolución de la que hablaba el abuelo y que contaba la madre. La costumbre de contar historias alrededor del bracero es profundamente campesina y más bien mapuche. Mi madre, que emigró cuando ya era una jovencita a la capital, se la llevó a cuestas, lo que nosotros aún agradecemos. Evocaba con nostalgia su infancia en las minas de oro de Santa Rosa en compañía de Rosa, su amiga del alma, con quien llevaba el almuerzo a los hombres que laboraban en los lavaderos de oro que por esos tiempos abundaban en esa parte de la Frontera. Era frecuente por entonces escuchar de muertos encontrados a las orillas de las vías férreas durante esa pequeña fiebre del oro que atacó esas tierras. Los comercios recibían pepitas de oro como moneda corriente para las compras, lo mismo que las cantinas que abundaban en esos campamentos que luego fueron pueblos. El alcohol y los garitos hacían su agosto entre aquellos aventureros que llegaban a challar oro en busca de fortuna rápida. Fueron muy comunes los enfrentamientos a balazos y a corvo que terminaban frecuentemente con uno o más rosqueros tiesos a la orilla de los rieles, o en lo profundo de una acequia. Mi madre debía llevar la comida en una marmita a su padre, el abuelo Pedro, que después de ser expulsado del fundo por revoltoso, llegó a lavar oro para mantener su casa. Esas andadas las hacía junto a Rosa, que también llevaba el almuerzo a su padre a la hora de doce. Los viejos le regalaban pequeñas pepitas de oro a las dos amigas quienes las juntaban solidariamente en un pequeño frasco de vidrio. De vuelta a casa, se pasaban a un arrollo cercano para contar cuántas pepitas tenían y calcular para qué les alcanzaría tamaño tesoro. Las amigas tejían sus sueños mirando las pepitas brillando, especulando cada una a su turno, qué harían cuando llenaran el frasco. No faltaba la desavenencia respecto de la manera de gastar su oro y de ahí a enojarse y devolverse, una para ti otra para mí, las pepitas de oro, no pasaba mucho. Cuando terminaban de contar y de repartirse el pequeño botín, ya las amigas reconstituían su amistad y luego de juntar nuevamente su pequeño tesoro, corrían tomadas de la mano por el sendero al pueblo de Santa Rosa para comprar yerba mate y azúcar para su respectivas madres y algunos caramelos para ellas. Cuando cumplió veinte años, mi madre decidió viajar a la capital en busca de un destino distinto. Por un dato de una amiga, llegó a trabajar como empleada doméstica a una casa de la calle Gay en el centro de Santiago. En esa casa conoció a su comadre Carmen, otra de sus amigas del alma, que oficiaba como la cuidadora de los niños de la familia burguesa. Los días domingo, el único que tenían libres las jóvenes mujeres, salían a pasear por el Parque Cousiño tejiendo sueños de un futuro mejor y haciendo recuerdos de la familia lejana. En esas salidas dominicales conoció mi madre al vecino de la casa precisamente de enfrente. Hijo de un militar al que rara vez veían, el joven morenito se las ingeniaba para encontrarse con la muchacha de pelo rubio. Cuando comenzaron pololear, el papá, sub oficial de ejército, lo echó de la casa por salir con una mujer que trabajaba como empleada. Cuando le dijo que se iría con la mujer que amaba, mi abuelo le respondió que nunca más entraría a esa casa. Mis tías lejos de solidarizar con su hermano ante los arrestos clasistas de mi abuelo, siempre despreciaron el origen campesino de mi madre, su trabajo de empelada doméstica y su condición de madre soltera. Mi madre había tenido a mi hermana Susana de un amor de juventud y cuando partió a la capital dejó a la pequeña en el campo mientras ubicaba en qué ocuparse. Cuando encontró trabajo en aquella casa de ricos fue recibida con la pequeña y bella Susana. Resultaba que tenía casi la misma edad y era una buena compañía para los juegos infantiles de la niña de la casa. Cuando se casaron mis padres se fueron a vivir en unas piezas del segundo piso de un edificio que aún existe en la esquina de Molina con Unión Americana. La primera casa que recuerdo quedaba en la calle Cueto. Creo que llegamos a vivir a esa casa cuando sólo estaba Susana, yo y Ximena recién nacida. En esa casa vivía mucha mas gente que arrendaba, igual que nosotros, piezas pequeñas sin baño en las que se arremolinaban los niños. Mi hermana Susana nos sacaba en las tardes a pasear a la más bella plaza que recuerdo, la del Roto Chileno en el Barrio Yungay. Cada día vienes había en la Casa Parroquial de la iglesia una función de cine en las que veíamos películas de Chaplín, el Gordo y el Flaco y Libertad Lamarque. Los niños nos sentábamos frente a la pequeña pantalla sobre el piso del patio central de la antigua casa, cuyas baldosas tenían figuras que siempre me llamaron la atención. Debió ser por ese tiempo cuando por uno de los enroques inexplicables de mi padre, llegamos Susana, Ximena y yo, a vivir al pequeño departamento de soltera que la tía Elba tenía en el subterráneo del mismo edificio en el que trabajaba como recepcionista en la consulta de un médico en calle Agustinas, entre McIver y Miraflores. No recuerdo cómo llegué a ese extraño aposento que estaba siempre pasado a un penetrante olor que mucho después identifiqué como gas de cañería. Un misterio sin resolver, aparte del olor, era cómo podía desaparecer la tía en las mañanas por una puerta que siempre estaba cerrada. El misterio del ascensor lo develamos una vez que mi hermana Susana se atrevió a meternos en el pequeño cubículo y apretar un botón. La sorpresa fue mayúscula cuando vinos que al abrir la puerta apareció la calle Agustinas y un tráfico de vehículos que en la vida habíamos visto. La segunda vez que salimos nos atrevimos a ir más lejos y subimos al cerro Santa Lucía. El siguiente paso fue descubrir desde donde salía el estruendo que nos asustaba cada medio día. Nos hicimos amigos del amable viejito que operaba el cañón que anunciaba las doce.

4.-La que me sigue en edad es mi hermana con sus tres nombres: Ximena Luzmina Inés. Luzmina como la abuela materna, Inés como la abuela paterna. No se como caben tres nombres en mujer tan pequeña de tamaño. Con ella anduve enyugado en la infancia y seguimos en la misma ahora que frisamos la cincuentena. Me acusa de vez en cuando de que la obligada a llevarme los cuadernos cuando hacía mucho frío, pero parece que eso no es otra cosa que un mito de la familia. Cuando nos expulsaron de la casa de la Tía Yola, adonde llegamos por esas maniobras que hacía mi padre que nunca resolvió algo permanente donde vivir, fue porque mi hermanita no aguantó mas los malos tratos que le daba, nos daba, una hija de la tía. El tío Chalo, que en su juventud fue una leyenda para nosotros, vivía con una de sus mujeres, tuvo dos con hijos y casa, al interior del Liceo Cervantes, en la calle Agustinas. Era una edificación de un piso, de innumerables habitaciones y pasillos que conformaban un laberinto apropiado para jugar a las escondidas. La tía Yola hacía malabares y chilenitos para sobrevivir con seis hijos. En una de esas escaramuzas de niños, una vez más la hija mayor del tío Chalo, las emprendió contra mi hermana, que ya era pequeña. Con lo que no contaba la prima era que la pequeña Ximena no sólo se defendió, sino que contraatacó con una fiereza desconocida dejando a la prima a mal traer. Nos fuimos caminando por el parque Portales hacia Matucana a tomar la micro Av. Matta 36 que nos llevaría al asilo de la abuela materna, cada uno con una pequeña bolsa donde metimos cuanto pudimos de las ropas que la tía nos aventaba entre gritos y maldiciones, mientras nos empujaba hacia la puerta de calle. Ximena tenía el pelo negro y largo del cual, sentados en los escaños del parque de la calle Portales, yo le sacaba las liendres y piojos al modo de los monos. Llegamos a la casa de la abuela y, tras la expulsión de la casa de la tía Yola, y por la férrea imposición de mi madre, mi padre debió arrendar una casa para juntar a la familia, que a esa altura, ya contaba con cinco hermanos. Así llegamos a la casa de la Santa Edelmira 5325, al final de la comuna de Quinta Normal, con chacras y parcelas por todos lados. La mujer arrendaba su casa por piezas y a nosotros no tocó una cerca de un corral llenos de patos y gallinas que en verano despedían un olor penetrante. Las habitaciones tenían piso de madera y muros de adobes del cual mi madre sacaba trozos de tierra que se comía a escondidas. Ese año fue el campeonato mundial de fútbol en Chile. Esa población estaba al oeste de un predio en el que habían árboles frutales y el bus más cercano se tomaba veinte cuadras más allá. También se podía entrar o salir por la calle Carrascal, caminando por la calle La Frontera, hacia el sur, por donde, de vez en cuando pasaba una micro Diagonal. Las calles de ese barrio eran polvorientas en verano y en invierno lodazales que se mantenían bien entrada la primavera. El ámbito lo dominaba la música de la fuente de soda de El Cuchito. Hasta ahí llegaban cada día los feriantes y los areneros del río Mapocho a saciar la sed de la jornada. Los más conocidos de estos últimos eran llamados Los Caporales, una especie de banda compuesta por varios hermanos y sus amigos que se ganaban la vida pasando arena a las construcciones cercanas. De ese año tengo el recuerdo del primer muerto que vi. La gresca comenzó, como casi todos los días en El Cuchito y se extendió a las calles cercanas. Los areneros usaban su afiladas palas metálicas para defenderse y atacar. Esta vez, uno de Los Caporales, arrinconó a su rival frente a la verdulería de Julio Ramírez y le dio tres o cuatro estocadas con un largo cuchillo. El hombre se desplomó pesadamente frente a la casa de la familia Varas. Una mujer de esa casa que oficiaba de Practicante, salió sólo para constatar que el sujeto había muerto desangrado. Pasó toda la tarde y parte de esa noche antes que una ambulancia recogiera los restos del fatal arenero. Mi madre, embarazada de mi hermano Rodrigo, hacía esfuerzos por mandarnos a la escuela medianamente vestidos y comidos. Nunca nos gustó a mi hermana y a mí, la comida que daban en la escuela porque que olía a garbanzos quemados y la leche siempre estaba ahumada. A lo sumo, aceptábamos el enorme pan que daban en algún momento de la jornada, repartida de un enorme canasto. La higiene era parte de las responsabilidades de la escuela y había un día en que venían a desparasitarnos: nos ponían en una fila y tuviéramos o no piojos, nos dejaban caer un puñado de veneno en polvo en la cabeza sin ningún tipo de protección para ojos, nariz o boca. El único entretenimiento en esa escuela era jugar a la pelota y la fatalidad mayor, que el balón plástico cayera a la casa del lado, donde el viejo Pedro Llanos la rompía sin misericordia, devolviendo los pedazos por sobre el muro. Nunca he olvidado la respuesta que una vez recibí, no se si de un profesor o de uno de mis compañeros más informados, después de preguntar por qué el viejo Pedro Llanos rompía las pelotas en vez de devolverlas: es comunista, me dijeron. A esa escuela llegué a los seis años, después de haber tenido una corta experiencia con la escuela San Lázaro, en Gay con Vergara. Antes había tenido mi fugaz estadía en la escuelita de Quilquén. Ya sabía leer gracias a la paciencia de mi hermana Susana que insistía en enseñarme las letras de los letreros publicitarios por donde pasáramos. El primero que pude leer de corrido, fue el nombre de un bar que estuvo en esos años en Mapocho esquina Balmaceda: Bar Pascualito.

5.- La primera reacción de terror que iba a marcar mi profundo rechazo a todo lo que oliera a cura y a iglesia, fue la enorme virgen que había a la entrada de la escuela San Lázaro y el modo en que terminaba el recreo. La imagen de yeso de la Virgen María tenía para mí una actitud que me generaba miedo quizás por las amenazas de mis tías con los castigos divinos, el infierno y los suplicios destinados a los niños que nos portábamos mal. Lo del recreo era más terrenal. Los alumnos, la mayoría corriendo de un lado para otro, debían quedarse completamente quietos, estuvieran en donde estuvieran y en la posición en que se encontraran al momento del desagradable pitazo que daba por finalizado el recreo. Nadie debía moverse, y el que lo hacía, recibía un brutal coscacho de los inspectores y profesores que se paseaban por delante los centenares de niños petrificados, muchos de ellos en un precario equilibrio. Una vez, sin saber de qué se trataba y siguiendo a todos los demás niños que lo hacían con una naturalidad pasmosa, me puse a la cola de los que iban a comulgar en la Iglesia de la calle Ejército. Me resultó una experiencia curiosa recibir una hostia que se deshizo en la boca. Creo que duré no más de una semana en esa escuela. Mi madre había vuelto del campo después de exigir que mi padre resolviera un lugar para vivir, nos fuimos entonces a esa casa de Santa Edelmira, donde vivía la tía Carmen, la que trabajaba de nana en la casa en que llegó a trabajar desde el campo mi madre. El que supiera leer en primero básico no me sirvió de mucho en la Escuela 147. Era una escuela que recibía a los niños de lo que se llama aún El Bajo, barrio arrinconado por el río Mapocho, la droga, la delincuencia y la pobreza. Era frecuente ver y escuchar a profesores amenazados y golpeados por alumnos y alumnos golpeados y amenazados por profesores. Cada año se hacía la celebración del día de la escuela que coincidía o con el 12 de octubre o con el natalicio de Gabriela Mistral, no recuerdo bien. Cada uno debía participar en alguna actividad o competencia. La profesora revoloteaba entre sus alumnos haciendo parejas para la carrera en tres pies. Me tocó de compañero un gordito de pelo muy corto y un jopo en la parte alta de la frente. Yo me até la pierna izquierda y el la derecha. Lo hicimos tan bien que veinticuatro años más tarde, los mismo niños, ahora un poco más crecidos, van entrando a la Penitenciaría, uno encadenado a su mano izquierda y a la derecha el otro, acusados de terroristas por la policía secreta de la dictadura. A la Escuela llegué a primero básico luciendo un mameluco de crea cruda, un corte de pelo adecuado a la oportunidad y la timidez que nunca más me abandonaría, sintiendo el nerviosismo de mi madre de quien iba tomado de la mano. Cuando me soltó sentí una sensación de desamparo similar al que sentiría muchos años mas tarde cuando llegué a innumerables ciudades, usando otros nombres cuando era ya un conspirador profesional.

6.- Desde hacía mucho, desde siempre según lo veíamos nosotros, mi padre había trabajado en la Maestranza Central de Ferrocarriles en la ciudad de San Bernardo. Salía aún de noche para atravesar toda la ciudad, hasta la Estación Central desde donde partía el Tren Obrero, así se llamaba, que llevaba a los miles de trabajadores ferroviarios, hasta la cercana San Bernardo. Había comenzado como barredor del taller eléctrico quizás con algo más de veinte años y nunca dejó de ir, pasara lo que pasara, durante cuarenta años al final de los cuales terminó jubilado con el rango de Jefe de Taller, lo que era como la consagración de cualquiera. La Maestranza era para mi padre el templo mayor de una religión llamada trabajo. Prácticamente toda su vida la pasó desde las siete de la mañana, entraba a las ocho, hasta las diez de la noche, horas extraordinarias incluidas, en esos enormes talleres. Llegaba a casa pasadas las once lo que para nosotros, a esa altura ya estábamos todos los hermanos que seríamos, era una alivio. La posibilidad de ser castigados a esa hora, si bien no se descartaba del todo, por lo menos era menos cercana. La obreros de la Maestranza organizaban todos los años una gran fiesta el Dieciocho de Septiembre y a ella invitaban a sus familiares. Organizados en turnos, hacían un recorrido impresionante por las enormes dependencias, nos mostraban las grúas gigantes, las locomotoras, las máquinas herramientas, los pañoles y todas esas misteriosas instalaciones. El tren Obrero, partía de la Estación Central engalanado para la ocasión y hacía su entraba entre pitazos y el repiquetear de su campana. Los viejos ferroviarios esperaban a su familiares con una Maestranza vestida de fiesta, con guirnaldas por todos lados, con largas mesas servidas abundantemente, golosinas para los niños y para los mayores, ponches de frutas hechos en las luminarias de vidrio que eran sacadas de los postes y dispuestas para tan loable fin. A esa altura, la del alcohol, terminaba lo bien que lo habíamos pasado y comenzaba nuestro martirio. Veo a nuestro padre, sin poder afirmarse en pie, doblando sus piernas y cayéndose pesadamente en medio de los rieles a la salida de la Maestranza, mientras no tan lejos se acerca un tren a gran velocidad. Cinco niños tratan de sacarlo de la vía y la locomotora hace sonar su pitazo de alarma. Creo que eso pasó más de una vez y aún tengo dudas si lo hacía por gracioso o si de verdad sufría ese repentino desmayo etílico. Nunca pudimos deshacernos del embrujo que nos produce la pasada por donde estuvo alguna vez la Maestranza. Muchos artefactos que hubo en la casa materna, empezando por el eterno camarote hecho de fierro galvanizado, tuvo su origen en la Maestranza. El pequeño y fiel televisor Antú, regalo del tío Chalo, que por años fue el bien más preciado de la casa, estaba conectado a un aparato, según se dice, invento del padre, que tenía la función de aumentar el voltaje cuando en la tarde éste caía a niveles que impedían ver la pantalla del televisor. Ya cerca de las nueve de la noche la pequeña pantalla disminuía aún más, momento en le cual había que aplicar el aumentador de voltaje, girando una palanca que movía un borne sobre botones de bronce dispuestos en un semi círculo, lo que levantaba chispas azules que eran un espectáculo. Estas caídas de voltaje se debían a que en toda la cuadra no había luz domiciliaria, ni iluminación urbana. En mi casa, que no faltó nunca herramienta ni cable, nos colgábamos del tendido eléctrico de la iluminación pública de la calle de atrás, pasando, con el permiso del dueño, por sobre su casa. A esa altura, mi madre tenía a media cuadra colgada a su propia instalación, lo que generaba la baja de voltaje por el alto consumo para tan precaria conexión. También era normal que el camión de la compañía de electricidad, arrasara con los cables de los colgados. En esas circunstancias entraban en acción mis hermanos: iban casa por casa pidiendo monedas para reponer el cable llevado por Chilectra. Después de juntar algún dinero volvía a casa entre risas. Si había algo que en casa sobraba, era precisamente cable eléctrico. El otro artefacto histórico que vino de San Bernardo, fue el timbre con que las escasas visitas se anunciaban. Había sido el timbre de una locomotora y cuando sonaba nos hacía saltar desde donde estuviéramos por el destemplado ruido de alarma de incendio que generaba. Junto con trabajar todo el día en la Maestranza, mi padre reparaba motores en casa los fines de semana. Pobre de los que por pequeños no podían escaparse. Eran los responsables de encontrar una herramienta que no aparecía por ningún lado y después de castigos varios, y dar vueltas todo lo que se podía en la pequeña casa, resultaba que se le había quedado al maestro en su Maestranza.

7.- El Terry arribó en una caja de zapatos a la casa de Santa Edelmira, en la Población Barea de la Comuna de Quinta Normal, pero en la esquina de La Frontera, cuyo número era 5394. Creo que nunca estuvimos tan contentos con la llegada de papá como aquel día cuando dejó sobre la mesa una caja de cartón. Personalmente creí que, en efecto, sería un par de zapatos para liberarme de los que tenía y que ya no daban más. Sin embargo, algo se movió dentro del pequeño envoltorio. Era peludo y de un color café rojizo, de una raza imposible de clasificar y pasó a ser de ese momento nuestro único y más preciado juguete. Su chiste mas celebrado era robarse las bolitas cuando se nos ocurría jugar en el patio, en ausencia de papá. Mi padre nunca nos permitió salir a la calle. Mis amigos del barrio habían creado una red de ayudistas que me avisaban cuando veían venir su silueta enojada. Las veces que me encontró por descuido mío o de mis protectores, resultaron palizas para no olvidar. Para no recordar. Una vez se nos arrancó el Terry para la calle justo cuando iba pasando una micro a una muy respetable velocidad levantando un tierral considerable. Como todo perro inexperto, el Terry enfrentó al vehículo sin tomar las precauciones de canes con cancha en ese deporte. El golpe brutal lo levantó en el aire y lo proyectó muchos metros mas adelante. No murió, pero quedó con una pata trasera inutilizada por siempre. Por esa época sufrí los mayores dolores que he experimentado en mi cuerpo en toda mi vida. Nadie sabe de dónde apareció un chasis metálico de coche de guagua. Con ese armatoste jugábamos llevando a uno mientras otros tiraban al modo de los bueyes. En una de esas evoluciones, tropecé cayendo sobre los fierros de nuestra improvisada carreta. No lo noté, pero uno de las puntas oxidadas se me incrustó en la dura piel de mis pies. Dos días después, el tobillo izquierdo estaba tan hinchado y de un color tan feo que cuando se lo mostré a mi madre puso el grito en el cielo y voló conmigo en un taxi, lo que en esos años era un lujo, hasta la posta infantil del hospital Roberto del Río. El personal médico al verme el pie del color de la betarraga, dudó si amputar la pierna por una gangrena que ya casi llegaba la rodilla. Finalmente, me sacaron con bisturís la parte mas afectada del pie y procedieron a inyectarme tanta penicilina como mi cuerpo podía aguantar, además de una vacuna antitetánica que me hizo dar un grito que se escuchó en la Avenida Independencia. Unos años antes, una vecina me pidió que le fuera a comprar a un almacén cercano. Entre los encargos había un paquete de charqui del que quise sacar un poco, solo un poco, para probarlo. Un perro que pasaba pensó lo mismo y mediante un brutal tarascón me arrebató el encargo y de paso, me mordió uno de mis dedos. Llegué con mi madre al hospital Roberto del Río en el cual me han puesto una serie interminable de inyecciones en el estómago. Creo que fueron veintiuna. La casa a la que llegamos estaba en una especie de comunidad hacinada en un sitio de no mas de ciento cincuenta metros cuadrados en el cual vivíamos cinco familias, tres de ellas mapuche. Como nuestras vacaciones obligadas al campo en Quilquén nos había permitido conocer de cerca la cultura mapuche, sus formas sociales, su comida y algunas palabras, rápidamente nos hicimos buenos amigos con los niños de esas familia. Mi madre tenía amigas y comadres entre las mapuche en el campo y muchas veces visitamos sus casas y no faltó la vez que recibimos alguna reprimenda por no querer comer carne de caballo, enormes sopaipilla fritas en grasa o librillo llenos de porotos de distintos colores. En esas visitas nos volvíamos con sacos llenos de legumbres que los visitados regalaban y con los restos de la comidas que no habíamos querido consumir. La vida en ese conventillo compartiendo el escaso patio con los mapuche amigos nuestros, me significó tener el primer apodo con el cual sería conocido en ese decadente barrio: El Indio. En las piezas de esa comunidad, las que estaban mas cerca de la calle, vivían los Catrileo y los Huenchún, familiares entre ellos, que se comunicaban en perfecto mapudungun. En la piezas del fondo, una pareja de jóvenes mapuche recién casados que no tenían hijos, y a los cuales nosotros queríamos mucho: la Tía Isabel y el tío Tito. Al final del pasillo de tierra, había un pequeño patio también de tierra bruta, en donde estaban las dos piezas, unidas por un pasillo, que constituían nuestra casa. En una pieza vecina a las nuestras, al fondo, vivía la Vieja. Durante los cuatro o cinco años en que vivimos en ese conventillo, la habremos visto, entre todos, tres o cuatro veces. Le teníamos un miedo atávico. Era una anciana vestida de negro que vivía encerrada en su miserable pieza y salía al baño común, que estaba en el patio, solamente en la noche muy avanzada y hacía sus compras cuando no nos veía en el patio. Las pocas veces que la encontramos casualmente, huimos irracionalmente para escondernos. La única vez que yo la vi, iba vestida de riguroso luto, con un velo en la cabeza y no miró para ningún lado que no fuera hacia el suelo de tierra y piedras del patio, mientras yo, paralizado, la seguía con mis ojos sin moverme del lugar en que estaba anclado. Nunca supimos su nombre, ni nada. Nunca supimos de donde sacamos el miedo que nos generaba. Lo único verde del patio de tierra, que se inundaba cuando llovía, era una higuera que se cargaba de frutos. Una vez mi padre hizo una huerta en la cual sembró maíz y porotos. Mientras escarbábamos la tierra para hacer los surcos, encontramos varias manillas de ataúdes, lo que no me dejó dormir por muchos días. El dormitorio que usábamos era de piso de tierra y por techo, sólo fonolitas brutas. De esos años tengo los recuerdos más vivos de lo que después conocería como literatura. Con mi hermana Susana compartíamos cama y antes de dormir, ella me contaba historias que yo podía ver proyectadas, en mi imaginación, en una ventana que siempre estuvo cerrada y que daba al pasillo donde estaba la cocina. A esa casa llegamos, probablemente el año 1966 y nos fuimos el año 1970, con el Terry a cuestas a pesar de que el papá quería dejarlo, antes de la elección de Salvador Allende.

8.-
Las piezas con patio de tierra de la casa anterior, fueron cambiados por una sola pieza de madera en la misma comuna, a una veinte cuadras de ahí, en la calle Hoevel 5303 D, que tenía la gracia de ser sólo para nosotros. Quedaba a cinco cuadras de lo que sería la sede de mi Enseñanza Media, el Liceo Nº 19. El año setenta, el Gobierno de Salvador Allende resolvió la falta de matrícula en la Enseñanza Media decretando que ningún liceo podía rechazar un alumno. Si no era posible en ese establecimiento, el estudiante debía acudir al liceo más cercano a su domicilio y simplemente matricularse. De esa manera, el cambio que experimenté en un liceo mixto, en el que llegaban personas de todos lados, de distintas condicione sociales y económicas, resultó para el niño tímido y sin roce social, que había vivido en seis casas diferentes, muchas de ellas compartidas con otras familias, que tenia ocho hermanos y vivía en una pieza de 18 metros cuadrados, la obligación de adecuarse a un medio que no conocía. De esa casa de la calle Hoevel tengo dos recuerdos especiales. Los vecinos ocupaban la casa de la esquina, que era el mismo propietario de la nuestra. Don Héctor era un tipo que se dedicaba al saludable oficio de vendedor de mantequilla de campo. También era simultáneamente su fabricante. De vez en cuando le llegaba el pedido de margarina Banda Azul, en varias cajas de cartón. También llegaba el pedido de la harina cruda en quintales y leche el polvo en grandes bolsas. En batidoras usadas en las panaderías, procedía a mezclar en dosis perfectas, los insumos necesarios para crear la más rica mantequilla campesina, la que una vez moldeada y empaquetada en exactos cuartos de kilo en papel mantequilla viajaba a los pueblos del sur, desde los que volvía con claro acento campesino. Era casado con una mujer joven y atractiva y con ellos vivía una hermana de la mujer, también joven y atractiva. Las hermanas, una rubia y la otra morena, tomaban el sol en ropa interior en su patio que se separaba del nuestro por unos hilos metálicos que más eran una formalidad que un cerco de verdad. A mis quince años, la visión casi cotidiana de dos estupendas mujeres en paños menores cortándose las uñas a escaso tres o cuatro metros de mi libido quinceañera, causó verdaderos estragos en mi imaginación. Siempre pensé que a la rubia y a la morena les gustaba calentar al flaco que, con el descaro de la costumbre, observaba sus voluptuosos cuerpos y sus sugerentes y finas ropas interiores, mientras se cortaban y pintaban las uñas de sus pies. Mis malos pensamientos tenían la convicción que el vecino le daba a las dos indistintamente. Nunca supimos si la generosidad del vecino Héctor era por la pobreza que le mostrábamos por sobre el cerco, con mi madre haciendo malabares para resolver la comida, conmigo lavando mi única camisa blanca del liceo, o para pagar nuestro silencio por su negocio de mantequilla del campo. Era un asiduo de las carreras de caballos. Ganara o perdiera, siempre le llevó a mi madre regalos en mercaderías o dinero en efectivo. Cuando abandonó la casa que ocupaba, el dueño nos ofreció quedarnos con ella. Por primera ven en mi vida tenia un dormitorio para mi solo. En realidad la compartí con el pestilente olor a mantequilla de campo que había en todos los rincones. Poco antes del Golpe de Estado y por razones que nunca conocimos, estábamos de nuevo cambiándonos. Yo cada vez pasaba menos en casa. Una porque no había donde estar en esa estrechez y otra porque cada vez tenía más actividad como dirigente del Centro de Alumnos y como militante. También porque cada vez tomaba más distancia a la situación que vivían mis hermanos menores. Mi hermana Ximena se casaría por una imposición brutal de mi padre que nunca entendió eso de pololear. Para él, que un hombre se fijara en una mujer era simplemente porque tenía muy malas intenciones y eso se resolvía con casarse a la brevedad. El marido de mi hermana, mucho mayor que ella, manejaba una micro de la Línea Recoleta Lira. De esa unión nacieron mis sobrinos mayores, Aníbal y Andrés, el primero, por supuesto, el regalón de la abuela. Cuando llegó al mundo, fui al hospital por ver a mi hermana pero no me dejaron entrar. Como pude, me metí en unos laberintos subterráneos hasta dar con un baño que tenía una ventana hacia el patio de hospital contiguo en donde estaba mi hermana. Por pura casualidad, al mirar por una ventana, pude ver a mi sobrino, nacido hacía minutos, sobre el pecho de mi hermana que reposaba de espaldas a la ventana. Pude hablar con ella y ver la cara de conejo de mi sobrino, la misma que tiene 35 años después. Los que nos matriculamos a destiempo, haciendo uso de las disposiciones del Gobierno Popular, parecíamos allegados y se nos miraba con cierto desprecio. Se improvisaron unas salas en el sector dedicado originalmente al casino, de modo que los primeros medios aumentaron desde la letra D, hasta la letra H. Esa fue la segunda parte de mi vida. Vivía en el Liceo. Para los que querían se disponía un almuerzo porque las clases empezaban a las nueve de la mañana y terminaban a las tres. No habían más de trescientos alumnos. La vida de estudiante de enseñanza media la inauguré el mismo año en que asumió Salvador Allende. A un costado del liceo se ubicaba un campamento muy pobre al que le llamábamos Morir Un Poco. Las primeras jornadas de trabajo voluntario la haríamos con esa gente que vivía en precarias condiciones, bastante parecidas a las mías. Fue el tiempo del trabajo voluntario, de la militancia, de los centros de alumnos y de la integración al proceso de la Unidad Popular que no nos dejaba siquiera respirar, de las canciones revolucionarias, del pelo largo, de trenzas de flores en el pelo de las niñas, de las enormes marchas, del Ché Guevara, de la Revolución Cubana, de la guerrilla en Latinoamérica. De pronto me vi envuelto en tanta cosa, que apenas llegaba a mi casa a contarle a mi mamá todo lo que hacíamos en el día. Curiosamente, mi vestimenta históricamente pobre, raída y cosida a mano, no se diferenciaba de la moda que imperaba en esos días. Por esa única vez estuve a la vanguardia. A esa altura, ya mis hermanos habían nacido todos y constituimos una parvada de nueve integrantes, sumados los padres, descontando a mi hermana mayor se había quedado a vivir en el sur, junto con mi hermano Pedro a quienes mi padre había dejado a cargo del Papi Juan, a pesar de las protestas de mi madre. La casa de Hoevel era una simple construcción de madera de tres por seis metros en la cual nos acomodábamos todos mediante el uso de camarotes que mi padre construía con fierro galvanizado usados en el agua potable. En el patio trasero estaba el baño y la cocina que una vez fue incendiada por mi hermano Claudio, mostrando así sus tempranas inclinaciones anarquistas. Al tratar de apagar el amago de incendió casi muero electrocutado.

9.- A esa altura, mi llegada a la casa era cada vez menos frecuente. El ingreso al liceo, el primer día acompañado por mi padre, provocó uno de los cambios más importantes en mi vida. La distancia que siempre tuve respecto de mis hermanos, aumentaría; los pocos amigos que siempre tuve en los barrios en lo que vivíamos, desaparecerían; conocería mujeres de mi edad y me interesaría la política. Durante la infancia y cuando ya pudimos escuchar, mi madre nos había contado historias que no entendíamos mucho pero que serían determinantes en nuestras vidas, cuyo nuevo punto de partida era precisamente en esos revueltos días. Mi madre fue una defensora del Doctor Allende y de su gobierno y nos introdujo a la revolución mediante las historias que su padre, el mítico Abuelo Pedro, le contaba en el campo. La llegada de Allende al gobierno fue para mi madre un acontecimientos de los más importante. Fuimos juntos a la primera concentración de la Unidad Popular, la noche del triunfo y volvimos cada uno por su cuenta con la certeza que Chile jamás volvería a ser igual. Lloró cuando escuchó el discurso de Allende desde el balcón de la Fech la noche del triunfo. Por esos tiempos yo ya era militante. Las narraciones que nos hacía mi madre, sus metáforas y chascarros educativos relacionados con los derechos de las personas, la explotación y la revolución, nos habían dado la primera escuela. Especial importancia tuvieron las historias que contaba del abuelo Pedro Cares, que como dije, fue el carpintero del Fundo, del mismo fundo en que mi madre apenas adolescente era la llavera. Mi madre nació en Los Sauces el año 29 y, como todos los niños campesinos de esos años feudales, debió salir a trabajar apenas creció lo suficiente. Esos años se caracterizaron por una gran migración del campo a la ciudad, especialmente a los centros mas poblados en busca de mejores horizontes. Eso explica que los niños y niñas campesinas debían enfrentar desde muy pequeñas labores productivas o administrativas en las grandes extensiones terratenientes de esa zona triguera. La convulsión social que se vivía en esa época, relacionada con la crisis que años antes había experimentado el capitalismo, dio paso a demandas de mejoras económicas y sociales de importantes sectores de trabajadores. Las convulsiones sociales se vieron acentuadas por la Matanza de Ranquil en 1934 y la Matanza del seguro Obrero, en 1938. Ese año gana Pedro Aguirre cerda las elecciones presidenciales, encabezando el Frente Popular. El abuelo Pedro que fue un entusiasta del Frente Popular, se reunía clandestinamente para organizar salidas a propaganda que se reducían a pintar consignas en los muros de las bodegas de la estación ferroviaria. Lo que hoy es una práctica común, en aquellos tiempos de latifundistas de huasca, cepo y derecho de pernada, era considerada una acción guerrillera que se castigaba con la cárcel o el destierro. Mi abuelo, activo partidario de Pedro Aguirre Cerda, fue perseguido por los patrones y la policía, encarcelado y finalmente expulsado del fundo con toda su familia, por lo que debió salir al camino como los miles de cesantes que por esos tiempos caminaban con una linyera a hombro y una barba crecida. Poco después de ser expulsado del fundo, murió el abuelo de una tuberculosis mal tratada. Mi madre recordaba con tristeza que los patrones no lo dejaron sacar sus herramientas las que fueron vendidas al mejor postor poco tiempo después. Una foto de ese tiempo, quizás la única que existe, muestra al abuelo Pedro y la abuela Mina. El abuelo, de corbata, terno y mostachos anarquistas, deja ver su hombro derecho caído por una operación que le extirpó un pulmón. La abuela, con ojos desconcertados, tiene en sus rodillas a la pequeña Blanca Rosa quizás en la plaza de Angol o de Los Sauces. Por eso cuando me integro a militar ya tenía una vocación de rebelde. La entrada al Liceo me cambió la vida por la vía de mostrarme un mundo que no conocía. A esa altura de mis catorce años y con mi hermana menor de dos, desde que tenía memoria, nos habíamos cambiado desde Cueto a Santa Edelmira, en la población Barea, a la esquina de la misma Calle Santa Edelmira con La Frontera, a la Calle Hoevel 4303 D, en la misma comuna, desde ahí a la calle Los Cardenales, en los límites urbanos de la comuna de Conchalí, desde ahí nuevamente a la calle santa Edelmira 5325 sólo por unos meses, para aterrizar por un largo lapso en la calle Costanera Sur 2943, a escaso metros de las aguas insalubres del río Mapocho y con el peso de la noche de la dictadura que terminaría recién el año 1991. La última casa fue la del Pasaje P 2393, a escasos metros de la casa de mi hija Catalina.

10.- Debió ser un día de octubre del año 1972, cuando atracó al muelle de Valparaíso un barco trayendo toneladas de leche en polvo. Por entonces los Voluntarios por la Patria, entre otros esfuerzos, despachaba a las panaderías de Santiago sacos de harina para que se hiciera el pan y se deshicieran las colas que tres veces al día, se ordenaban frente a los negocios. El problema de ese día era la necesidad de despejar el muelle de la carga del barco ruso, pero no había estibadores que pudieran hacer semejante tarea. Por esos días venían llegando desde Brasil cientos de camiones Fiat que el gobierno había adquirido en ese país para contrarrestar los efectos del paro de los camioneros que casi ponía de rodillas al país. Pues bien, los hechos eran esos: un barco cargado de leche, centenares de camiones sin peonetas y un contingente de muchachos que repartía harina en los barrios de Santiago. Alguien hizo la ecuación correcta y en minutos simplemente nos acomodamos dos por camión, con bastante incomodidad porque los camiones no tenían el asiento destinado al copiloto. La larga caravana partió a media mañana, después de haberse repartido una cazuela de cordero que las cocineras de la ECA prepararon. Hora y media después, la larga fila de camiones comenzaba en la entrada del Puerto y terminaba bien arriba de la subida Argentina. La sorpresa vino con uniforme azul de infante de marina. No podíamos entrar a descargar el buque porque no éramos cargadores profesionales. Nuestra decisión de no movernos del muelle Prat incomodó al marino que de inmediato reforzó la guardia con personal armado. Minutos después se hizo presente el Intendente de Valparaíso el cual se comprometió con responder si alguno de los ciento cincuenta muchachos sufría algún accidente. Ingresamos corriendo hacia el enorme buque que esperaba con las calderas prendidas a que sacáramos de sus entrañas las bolsas de 25 kilos en las cuales venía la leche que se repartía en los consultorios para que se alimentaran los niños y se rayaran las canchas para los partidos de fútbol del domingo. No sabría decir cómo lo hicimos pero, cayendo la tarde sin haber comido nada más que la matinal cazuela de cordero, cargamos y amarramos el último de los camiones. Era ya de noche cuando se dio la orden de partir. Yo tenía 15 años y podría haber sido el jefe de aquella locura, o pudo ser Víctor Zamorano. A las cinco de la mañana arribó el último camión cargado de leche a la calle Lourdes esquina Mapocho, en el sector poniente de la ciudad. Esa madrugada descargamos cada uno de los camiones y, después de sacudirnos el polvo que nos taponaba los oídos, nos fuimos al local a buscar los cuadernos para ir a clases.

11.- Negro Mario era un soldado que podía oír a kilómetros, olfatear debajo del agua, ver donde no se podía, y encontrar comida entre las rocas. Se llamaba en realidad Reinaldo Gallardo. Ese día martes once en la mañana lo fueron a buscar a su casa. Por cada uno de los extremos del pasaje Alejandro Fierro, entraron, sincrónicos y silenciosos, dos jeeps con militares que al llegar a su puerta, titubearon, discutieron si entrar o no y sin llegar a acuerdo se alejaron raudos, cada uno por su esquina. Nunca supimos qué hacía una patrulla de militares la noche del golpe en la puerta del Negro. Sin embargo, el episodio fue suficiente para determinar salir de ésta y, sin dudar, comenzar a resistir ese algo gris que se instalaba y de lo cual no teníamos en la práctica ni en la teoría, ninguna idea. Fueron los miembros de los Equipos de la Autodefensa de la Jota los primeros que tomaron la iniciativa de comenzar a trabajar clandestinamente bajo ocupación, utilizando métodos conspirativos que por elementales, hoy nos parecen propios de niños de jardín infantil. Esa misma tarde nos hicimos de veinte kilos de dinamita, sin mecha, ni cordón, ni detonante, que un ingeniero asustado, huido de la Universidad Técnica, nos entregó. Negro Mario, que como digo, era un soldado con cara de esclavo huido de alguna plantación de azúcar o de algodón, determinó que había que esconder los explosivos, concentrar a la gente y disponerse a esperar que llegaran las armas. Por suerte no llegaron. O casi no llegaron porque por estas cosas de la vida, esa misma tarde nos encontramos con un pequeño arsenal que había sido llevado a un pequeño campamento por personal que trabajaba cerca del general Prat y estaba constituido por decenas de fusiles Sig, dos ametralladoras livianas, varias cajas de granadas defensivas, detonantes y mecha lenta. Cuando levantamos el piso de la mediagua y vimos semejante arsenal, se me doblaron las rodillas y sentí que era hora de largarme a mi casa y esconderme debajo de la cama. Pero no pude. Más bien, Negro Mario no me lo permitió. Nos volvimos a la Población Paula Jara Quemada en la cual habíamos juntado un número respetable de compañeros que esperaban la llegada en cualquier momento de los fusiles prometidos. De uno en uno, aprovechando el descuido nuestro, los compañeros comenzaron a sentir que de mantenerse en esa casa desocupada, tomada para los efectos de formar ahí una especie de Quinto Regimiento, en breve íbamos a ser víctimas de una desgracia. Por suerte, nunca llegaron ni los fusiles ni los regalitos, que por teléfono se aseguraban. Los compañeros se fueron de a uno en uno a sus casas. Negro Mario, no. Yo, tampoco, por más que quise. Nos fuimos de inmediato a buscar un lugar seguro para ocultar las armas y los explosivos que habíamos encontrado. Entramos a la cancha del Club Nicolás Palacios, que se ubicaba por entonces en la calle Lourdes, de Quinta Normal, frente a los enormes silos de granos de la ECA. De pronto, tiros de fusiles provenientes de las alturas nos obligaron a lanzarnos a tierra y quedarnos inmóviles por algunos minutos. Pasado el peligro y a punto de alcanzar la calle, se deja ver un pato que, planeando sobre el arco sur de la cancha, aterriza bajo el travesaño. Negro Mario, que ya estaba en combate, me dice que eso que vuela es comida y sin decir agua va, le lanza una piedra, destrozándole la cabeza. La primera baja de esa guerra fue un pato casero. Corrimos con el ave hasta la casa de Quico Adasme quien no podía más con el nerviosismo que le provocaba nuestra presencia. La alarma vino cuando un vecino vino a informar, minutos después, que patrullas militares buscaban a dos terroristas heridos que habían ingresado al pasaje. La ecuación tiros de fusil + personas que corren + chorrera de sangre en las baldosas, no auguraba nada bueno. Mas tarde entrábamos, no lejos de ahí, a la casa taller de un personaje salido de la imaginación de Hemingway: mameluco azul, alpargatas, pelo largo y cano, coronado por una boina vasca, fumando cigarrillos que el mismo se hacía con un tabaco que olía a bosta de guanaco. Es el fascismo, dijo, con inconfundible acento español. Si ustedes no luchan, agregó, los van a matar. Se cortarán el pelo, se bañarán, y mañana se irán temprano a buscar a los camaradas y replegarse lo mejor que puedan hasta estar en condiciones de combatir con relativas posibilidades de triunfo. Por fin una voz sensata. Negro Mario perdió su cabellera de esclavo cimarrón y yo, la melena de poeta que me cubría los hombros.

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